ay palabras que insisten, es cierto. Tengo dos: acaso, es una; y quiero decir, la otra. La primera, a pesar de la insistencia, hice todo lo posible por desterrarla. Lo digo de esta manera: de Borges para acá, en la literatura del RÃo de la Plata, se volvió un lugar común considerar de mal gusto todo gesto de exageración o de énfasis o cualquier palabra que no acentúe la futilidad del sentido. Y sin embargo, para mÃ, esa palabra, acaso –que entra en la lista de palabras que se transforman en una especie de contraseña entre entendidos y que funcionan, justamente, como garantÃa de cierto dandismo– esa palabra, repito, vuelve a insistir a pesar de mis propias elecciones estéticas. Y a pesar de mis propios prejuicios literarios. Y es entonces que la cosa toma otro color: ahora esa insistencia tiene más que ver con el efecto que esa palabra tiene sobre mi cuerpo que con su significado o con su posible eficacia. Lo digo directamente: es una palabra que me gusta. Me gusta como suena. Tiene algo. Lo digo como lo podrÃa decir de ciertas mujeres. De esas, digo, esas que por ahà no son hermosas de un modo consuetudinario, es decir: inequÃvocamente hermosas, no. Pero, no sé, tienen algo: una mueca, algo en el andar, eso. Con la otra palabra – que en rigor es una expresión – me pasa algo diferente: la siento como una marca de fábrica. Me explico: hace muchos años, una amiga mÃa, cada dos por tres, decÃa: quiero decir, y a continuación explicaba algo. Otro dÃa, directamente la escribÃ. Y cuando la escribà sonó ligeramente diferente de cómo sonaba en la boca de mi amiga. Desde ese dÃa, no pude largarla. En algún sentido es una expresión enfática y que busca de un modo directo sentar posición.
Marcos Bertorello (Buenos Aires)
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