Somos
madeja esponjosa en las garras de un gato cruel. Y no tenemos
escapatoria. Más tira él de la hebra suavemente peluda, más se
adelgaza nuestra respiración, que adelanta desgracia: el derrumbe
final de Franco, hombre bueno que pugna por establecer un vínculo
con el hijo de su mujer y darse un lugar en su nueva familia. Así,
con esa tensión, trabaja Martín Cristal la materia de su historia
en Las
ostras,
publicada con cuidado y elegancia por Caballo Negro
(www.caballonegroeditora.com.ar),
joven proyecto editorial cordobés: sobre la cornisa del suspenso. Su
narrador, alfarero hábil, moldea el abismo de la tragedia como una
pieza de cerámica húmeda. La modela con paciencia y arte, dándole
forma, perfeccionando sus ángulos, su orientación; aprieta y ajusta
hasta lograr situaciones que tanto pueden resolverse sin dificultad
como desplomarse en la más amarga de las desgracias. El lector,
aferrado a la baranda, sigue las derivas de los personajes con los
ojos secos a falta de pestaña enmovimentada, intentando en vano
anticipar lo que vendrá sin por eso poder hurtarse al correr de las
páginas.
De
entre el conjunto de voces que reúne la novela, Estela es un
hallazgo notable. Por su construcción y porque monta a contrapelo
del lugar común. Irrumpe en la novela con el deseo de quitarse los
implantes mamarios que veinte años atrás, en 1985, Berna –su ex
marido– adquirió para ella, que lo dejó hacer como si no se
tratara de su cuerpo, de su ser. Ahora, en lo que parece el después
de su vida, con un hijo muerto en un descuido doméstico y Jimenita
estudiando en Nueva York, quiere sacárselos, quitar de sí la
impronta de un ex marido que no atiende sus llamados y la incluye en
la lista de visitantes no deseados que maneja el vigilador a la
entrada de su nuevo country. Porque “mi cuerpo envejece pero mis
tetas no”: sencilla constatación que basta para dar por tierra con
el trompe-l’oeil
trabajado con tesón por la American
Way of Life,
en la que el parecer desplaza al ser para entronarse en soberano
supremo y absoluto.
“El
destino de las gotas: perderse o volver a ser charco o estanque,
hilito o corriente, río o mar, siempre algo distinto y siempre
agua.”
El agua, en todas sus presentaciones, entreteje las historias que se
(des)cruzan en
Las ostras.
Todas suceden –en primer lugar– durante una lluvia torrencial que
castiga Córdoba durante 48hs. Bajo el agua duda Perla de su vocación
de médica y recuerda a su padre anticuario, recientemente fallecido;
bajo esa misma agua su hermano menor, baterista, rompe con el líder
de su banda para poder convertirse en cantante de grunge;
son esas gotas, en fin, las que provocan el resbalón que deja a
Alberto Ishikawa
con
un tobillo fracturado, todavía viudo, todavía solo. Pero por más
comparsa que haga desfile, en esta novela los protagonistas son dos y
fascinantes. Está Berna, acaudalado personaje del ambiente
inmobiliario, que lo mismo se preocupa por una actividad filantrópica
que golpea a su mujer o pergeña la instalación de cañerías de
menor diámetro en el tendido hídrico de un barrio residencial para
quedarse con la diferencia, dejando a cientos –¿miles?– de
personas con un abastecimiento de agua insuficiente. Y está,
también, Franco: personaje entrañable que con dedicación y
paciencia pugna por bajar de peso. Ambos compran casa nueva y se
mudan a ellas con lo que tienen. En el caso de Berna, una novia
vedette
con show
en Carlos Paz. En el de Franco, mujer con hijo de otro padre. La
nueva casa de Franco fue en algún momento de Berna, escenario
trágico que vio morir a su hijo, ahogado en la pileta del patio,
mientras él y Estela se daban al amor y a las turgentes
posibilidades de los implantes mamarios. La nueva casona de Berna, en
un barrio privado, también tiene pileta, rectangular y angosta, con
agua climatizada. La distancia que va del piletón funcional de
Franco a la estilización design
del ocio pagada por Berna es la que los separa a ellos como personas.
Berna
destruye y Franco construye: son opuestos exactos, los dos polos de
una moneda. El primero mata –porque sí– al único pececito
sobreviviente del accidental corte de suministro eléctrico en su
pecera última generación. Un pececito vistoso, de navegar elegante.
Berna posee cosas bellas, que no puede evitar destruir: tampoco es
capaz de retener a su novia, que desaparece luego del desfogue
golpeador que le destina, furioso con ella por haber revoleado el
almohadón responsable de la desconexión del enchufe de la pecera.
Franco, en cambio, tiene a Rita, que lo cuida con inteligencia, que
lo ayuda a resolver –como si de algo sencillo se tratara– el
acuciante brete (con cara de remate judicial) en que se ha metido por
distraído, por no mirar. Y tiene, también, una pileta llena hasta
la mitad con agua de lluvia y en ella, chapoteando por su vida: una
rata. Crónica de una muerte anunciada, si no fuera porque en mitad
de la noche, como sonámbulo, Franco sale al jardín escoba en mano,
se arrodilla junto a la pileta y tiende un puente inaugurando un
futuro. La salva para salvarse él. Porque él es esa rata atrapada,
que lucha con desesperación por sobrevivir, el hocico apenas sobre
la línea de flotación, pataleando incansable contra el designio
incomprensibles de fuerzas mayores.
Las
ostras,
novela de Martín Cristal, deja en el lector la misma sensación que
debe haber sentido la rata al llegar a tierra firme: lo mejor está
todavía por llegar. Sed de segunda parte es lo que queda.
Ana Ojeda
Buenos Aires, EdM, noviembre de 2012
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