Retrato de la artista antes del jardín de infantes, por María Rosa Lojo







Prácticamente no recuerdo un momento de mi vida en el que no haya leído o escrito. Mi abuela Julia me enseñó a hacer ambas cosas mucho antes de ir a la escuela. También pintaba: todo tipo de seres fantásticos mezclados con naturalezas vivas. Pero eso dejé de hacerlo, y quedó como una asignatura pendiente que ahora ha recogido mi hija Leonor.
A los tres o cuatro años que tenía en esta foto había decidido ya que trazar imágenes y signos sobre papeles, o descifrarlos, sería una ocupación fundamental del resto de mi vida. Pero para escribir y pintar, naturalmente, necesitaba una mesa.
No podía ser cualquier mesa. No bastaban la de la cocina ni la de la sala, ocupadas también por otras personas y para hacer otras cosas. Deseaba con desesperación una mesa destinada solamente a esos rituales exclusivos. Una mesa cómplice, confidente de todos los secretos del oficio, donde cada rayita o raspón fuese un trazo cifrado en un mapa personal, un archivo de memoria. Claro que entonces no me lo planteaba así. Sólo tenía el sueño de la “mesa propia” que me legitimara, también, ante los ojos de los adultos y convalidase, frente a ellos, la importancia y la utilidad de mis ocupaciones.
No asistí al jardín de infantes. Quizás porque no había uno cerca, o por los temores de mis padres, para quienes fui durante seis años una hija única y un poco tardía. Acaso preferían que estuviese en casa cuidada por doña Julia, mi abuela materna. En vez de hablar con otros chicos mantenía largos diálogos con las plantas del patio y con los seres escondidos en ellas, siempre en español de Madrid, ya que no había salido a la calle lo suficiente como para aprender el argentino.
La mesa era para mí fundamental. Sobre esa mesa, en el mismo patio, mirando a los seres ocultos en las margaritas y los malvones, que no eran meros bichos y que sabían hablarme, podría otorgarles un definitivo certificado de existencia compuesto por dibujos de valor fotográfico y testimonial, con diálogos al pie.
Decidí pedírsela a los Reyes Magos. Me preocupaba el hecho de que era demasiado grande para caber en un zapato, y también en el alféizar de una ventana. Mamá me persuadió para que dejara los zapatos en el patio, siquiera como marca simbólica y mojón en el desierto de la ciudad, de modo que los camellos supieran donde apearse y los Reyes identificaran ese lugar como el mejor para depositar la mesa. Me pareció muy adecuado, ya que era el escenario donde el futuro escritorio iba a instalarse, y también el ámbito donde transcurrían las aventuras –imperceptibles para todo el resto del mundo— que iba a encargarme de narrar. Pero temía que los Reyes, desde sus camellos voladores como Pegasos, no vieran mis zapatos, tan chicos y colocados en un lugar poco habitual.
La mañana de Reyes salí al patio descalza, en camisón y con los ojos cerrados. Me daba miedo abrirlos. O por la espantosa decepción que me aguardaba en el caso de que los Reyes, descuidados o tan miopes como yo, hubieran pasado de largo sin reparar en zapato alguno. O por miedo de no poder soportar la felicidad al hallar por fin la mesa deseada entre las macetas.
Sobreviví a la felicidad. Aunque ésa fue tan intensa que en toda mi vida de oficios literarios no volví a conocer otra parecida. Por eso mantengo la foto exhibida en el escritorio “de verdad”, tres veces más grande que la mesita de caña, desde donde veo ciertamente un jardín, pero tengo que imaginarme, con paciencia y trabajo, a las criaturas camufladas entre las plantas que deben de haber perdido todo interés en mí, y ya no se dignan dirigirme la palabra.


María Rosa Lojo (Buenos Aires)


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