En 1920 Herbert G. Wells visitaba a Rusia en respuesta a una invitación de su amigo Máximo Gorki. Era una oportunidad inmejorable para observar los progresos de la primera gran experiencia socialista de la Historia. A su regreso escribió sus impresiones, que aparecieron en una serie de artículos para el periódico londinense The Sunday Express. También los publicó en forma de libro, bajo el título de Rusia en tinieblas. El título decidido por Wells permite suponer que no nos va a hablar de una revolución pujante y triunfante. Promediando la lectura del primer capítulo lo vamos confirmando; lo que el autor describe es una situación terriblemente dramática.
En la Rusia bolchevique todo se había derrumbado. Sometido a un implacable bloqueo occidental e inmerso en una devastadora guerra civil, el nuevo gobierno sólo controlaba una parte del territorio. Había desabastecimiento, hambre y padecimiento por doquier. Los bolcheviques trataban por todos los medios de hacer, de construir, pero la dimensión de la catástrofe era tal que Wells dudaba del éxito final. Dialogando con Lenin le resultaba sumamente difícil creer que alguna vez fuesen realidad los grandiosos proyectos industriales y energéticos de los que el líder revolucionario le hablaba con indeclinable convicción.
Sin embargo, entre tanta escasez, hambre y ruina, Wells se topaba con situaciones francamente inesperadas. En Petrogrado visitó la “Casa de la Ciencia”, una institución fundada por Gorki para reunir y sustentar, como fuese posible, el esfuerzo de unos cuatro mil científicos. Se encontró con los supervivientes de lo más selecto de la ciencia rusa trabajando en condiciones penosas. Realizaban sus investigaciones sin calefacción, con instrumentos usados y deteriorados, con escaso papel. Cultivaban papas y zanahorias en los laboratorios para enriquecer las escasas provisiones, como lo hacía, enfundado en una vieja y gastada levita, el Premio Nobel Iván Pavlov. Sin embargo, entre tanto padecimiento y miseria, estos hombres sólo estaban interesados en saber qué hacían sus colegas fuera de Rusia, cuáles eran los nuevos descubrimientos, los nuevos debates. No deseaban que se les enviara provisiones, tan necesarias. Lo que deseaban ardientemente era leer las publicaciones científicas que no llegaban. “Aprecian más el conocimiento que el pan”, escribía Wells.
No sería ésta la única sorpresa para el autor de La guerra de los mundos. El compositor Alexandr Glazunov le confiaba con amargura que en poco tiempo no podría componer más debido a la falta de papel. Ya no se publicaban libros ni había exposiciones de arte y, sin embargo, un gran número de escritores y artistas llevaban adelante la elaboración de una colosal enciclopedia de la literatura universal en ruso. Un perplejo Wells reconocía que ni en la rica Inglaterra ni en los opulentos Estados Unidos había editores que se animasen siquiera a proponer semejante proyecto. A instancias de Gorki, el gobierno había conformado una Comisión Pericial que se encargaba de incautar todas las obras de arte de los vacíos palacios de la nobleza para ir conformando un patrimonio artístico nacional con que alimentar a los futuros museos y colecciones estatales.
Los terribles años de la invasión nazi a la URSS durante la Segunda Guerra Mundial dieron nuevamente lugar a situaciones de infinito dramatismo. Al iniciarse la invasión el periodista inglés Alexander Werth se hallaba en Moscú. Pasó toda la guerra en la URSS y publicó sus experiencias en Rusia en la guerra, un libro excepcional. En el invierno de 1943 visitó Leningrado, dejando vívido testimonio de la heroica resistencia de la ciudad sitiada. Muerte, hambre, frío, enfermedades, heroísmo, abnegación, flaquezas, cobardía… Allí se podía vivir todo lo que un ser humano era capaz de sentir frente a la tragedia.
En esa Leningrado en la que se morían lectores que se negaban a quemar sus libros más queridos para disminuir los rigores del invierno, Werth visitó una escuela secundaria. Como estaba a cinco kilómetros del frente, los obuses alemanes llegaban con cierta frecuencia, causando numerosos destrozos. En el último bombardeo había muerto una maestra en el patio de recreo. Los alumnos se encargaban de limpiar, reparar y reemplazar los vidrios rotos, todo el tiempo. La mayoría de sus padres y sus madres habían muerto en el frente o por el hambre. El camarada Thikomirov, director de la escuela, le contaba cómo hacían para que la escuela siguiera funcionando en semejante contexto. El Soviet de Leningrado les había asignado una casita de madera destinada a ser demolida para proveerse de material de calefacción. Durante los bombardeos terrestres y aéreos las clases se dictaban en un refugio.
“Aquí venían - contaba con orgullo Thikomirov - unos 120 alumnos - chicos y chicas - y dábamos las clases en el refugio. NI un solo día cerró la escuela. Hacía un frío tremendo y las pequeñas estufas de que se disponía apenas calentaban en un radio de medio metro en torno suyo, mientras que el resto del refugio la temperatura estaba por debajo de cero grados. No había otra luz que la lámpara alimentada con keroseno. Pero seguimos adelante, y los chicos demostraron ser tan serios y aplicados, que incluso en los exámenes fueron mejores que en un año normal.”
Conmueve imaginar a ese grupo de adolescentes estudiando junto a su profesor dentro de ese radio de medio metro de calor y luz titilante, rodeados de gélidas sombras agitadas por las explosiones de las bombas.
Edgar Snow fue un periodista estadounidense que visitó el país de los Soviets en 1944. En su libro Alborada de la revolución en Asia cuenta que en Kiev conoció al director de la orquesta Filarmónica de la capital ucraniana, quien amablemente lo invitó a la próxima función oficial para homenajear con su presencia a los aliados occidentales. Como Snow ya no estaría en la ciudad para ese entonces, aceptó gustoso la alternativa de ir a un ensayo general, en el cual se tocaron varias piezas, algunas elegidas por el propio periodista. Terminada la función músicos e invitado se dejaron atrapar por una gratísima conversación en donde se tocaron temas musicales y culturales. Colmado de atenciones, el agradecido periodista preguntó qué podía hacer por los artistas. Tras un instante de reflexión, el director le respondió:
“- Necesitamos desesperadamente cuerdas. ¿Podría usted conseguir algunas en su país?
-¿Cuerdas?
-Cuerdas para violín, para violoncello, para viola y para arpa. Y maderas para los instrumentos de viento. Cesamos de fabricarlos durante la guerra. Pero quizás en Estados Unidos…”
La orquesta se había reconstruido al día siguiente de la expulsión de los alemanes de Kiev. Sus primeras interpretaciones brotaban desde el seno de las humeantes ruinas de la ciudad, acompañadas por un espantoso coro de explosiones de bombas y minas terrestres.
No se trata de escribir conclusiones aleccionadoras. Digamos simplemente que las más terribles catástrofes suelen dejar al descubierto las pulsiones más vitales de una sociedad. Nos lo muestran los lectores de la biblioteca londinense bombardeada por el Blitz alemán de 1940.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
Otras entradas del autor en EdM: http://www.escritoresdelmundo.com/search/label/Rodríguez
1 Comments
Wells es un escritor habitualmente tenido por "menor". Estoy en el más absoluto desacuerdo con esa opinión. Creo que es autor de algunas ficciones memorables y, además, un pensador interesante que nunca se conformó con la opinión estándar de un grupo o de un partido. Siempre fue hombre de izquierda y un pacifista convencido; y no hay que olvidar que, a pesar de que hoy en día sus obras pueden parecer inofensivas y hasta naive, en su época fueron consideradas casi subversivas. Su idea de la "conspiración abierta" parece ser hoy en día, con la revolución comunicacional, más válida que nunca.
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