Realidad aumentada, por Miguel Vitagliano








Un turista apunta con la cámara de su Iphone a un monumento histórico y  en la pantalla aparece de inmediato el detalle de las referencias; no necesita una guía de viajes para conocer quién vivió allí, qué ha sucedido hace cien años en ese lugar, o cuáles son los restaurantes recomendados más cercanos. Una mujer circula con su automóvil por las calles de una ciudad y el GPS en su tablero le indica que está por adentrarse en una zona peligrosa, un barrio marginal, y le ofrece recorridos alternativos. Ambos son ejemplos de esa comunicación interactiva que combina registros reales y virtuales y que, en 1992, Tom Caudell denominó “realidad aumentada”. Reconocimiento de objetos mediante la visión computarizada. La diferencia con la llamada “realidad virtual” es que no se presenta como sustitutivo de la realidad física sino que incorpora datos producidos por la cibernética para leer el mundo “real”.




    Según cómo se mire la “realidad aumentada” resulta un pleonasmo (¿puede haber una realidad más allá de la realidad?) o una hipérbole abismal que enfatiza que la realidad siempre es más de lo que se nos impone ante los ojos. ¿Quién podría afirmar que allí no hay más que lo que podemos ver? El problema, en todo caso, sería clausurar el impulso de búsqueda; es decir, consolarnos con una respuesta y volvernos prisioneros de ella. En otras palabras, caer en el dogmatismo de la cibernética. No hay nada menos científico que el cientificismo. Michel Serres apuntaba contra esa tendencia en ascenso cuando sostenía, en 2001, que la “realidad virtual” tan en boga era en verdad una vieja conocida por todos los lectores. El heroísmo del Quijote está atravesado por lo virtual, sus hazañas no pertenecen a este mundo, provienen de un mundo escrito en otros libros, y de igual modo son los amores virtuales-leídos de Madame Bovary. “Yo también estoy en lo virtual cuando leo Madame Bovary o cualquier otro libro”, dice Serres. “Entonces, si bien la palabra ´virtual´ fue creada por las nuevas tecnologías, nació con Aristóteles. La modernidad del término es sólo aparente.”


    Está claro que no es una mera cuestión de términos, es un problema de lenguaje. Y el lenguaje no es una nomenclatura sino la tecnología que hemos construido y que nos define. ¿Acaso el arte, a lo largo de su historia, ha dejado de aspirar a ser, en algún momento, una “realidad aumentada”? Una búsqueda que la crítica del arte, desde fines del XVIII, ha insistido en potenciar, en completar sabiendo que su tarea no puede sino ser incompleta; en completarla de la mejor manera que puede que es volviéndola hacia el arte.


    Una y otra vez pienso en esto frente a la fotografía de Robert Frank (1924), “Wellfleet, 1962”, expuesta en una retrospectiva en el Museo Fernández Blanco, en Buenos Aires, 2007, en lo que fue la primera exposición del autor de Les Americains (1958) en Suramérica. Una mujer y dos niños en una playa. Desnuda, pese al viento, la nena juega con una bandera estadounidense ante un reproche de la madre, el nene lee el diario, la última página (¿la página de los chistes?), dejando a la vista el titular “Marylin Dead”. ¿No hay en esa imagen una condensación de la realidad estadounidense? Mejor: ¿una condensación abierta a la interpretación de cuanto está por venir en esa década?


    Vuelvo a observar la fotografía, y a veces quisiera hacerlo como si fuera la primera vez, o como si en esa primera vez ya hubiera sabido que la mujer de espaldas es Mary, la esposa de Frank, y que los niños son Andrea y Pablo, sus hijos. Observarla sí, sabiendo, y aún no entiendo por qué, que esa nena moriría en 1974 en un accidente de aviación y que su hermano, ese chico que lee, moriría también muy joven, en 1994.








Miguel Vitagliano (Buenos Aires)

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