Las minas infernales, por Alcides Rodríguez



“Cuando aquí, a los pueblos del lado de Cotabambas, tardando muchos años, llegaban los animales y los cultivos, el Apu Waqutu con el Apu Sawrikalli pelearon por una mujer: por la Mama Simona. Ella es cerro caliente, cerro negro que quema.






    Apu Waqutu con Apu Sawrikalli se hondearon. Apu Waqutu le hondeó a Apu Sawrikalli con caballo y le rompió un hombro. De igual forma Apu Sawrikalli le hondeó a Apu Waqutu con vacas, con lo que le rompió su corazón. Entonces, Apu Waqutu le contestó hondeándole con cultivos: con papa, con lisas, e igual Apu Sawrikalli le respondió hondeándole con maíz.
    Los hondazos de Apu Waqutu traspasaron dos veces al Apu Sawrikalli, por eso está rota su ala. Del Apu Waqutu y Waqutu Chico, que es su hijo, los hondazos del Apu Sawrikalli les traspasaron su corazón. Y ahora es un hueco grande, con harta luz, por donde pasan los cóndores.
    Entonces, el Apu Waqutu hondeó a este lado con caballos, lisas, papas. Por eso somos criadores de papas y criadores de caballos.”




Con el relato de este combate por el favor de una mujer los habitantes de la comunidad de Cotabambas, en el departamento de Apurímac, Perú, explicaban hace unos treinta años el hecho de que sus actividades productivas fundamentales fueran el cultivo de más de cien variedades de papas y la cría de caballos. Los objetos que estos personajes se arrojan uno al otro hablan de un despliegue de fuerzas francamente descomunal. Y resulta entendible que así sea, dado que los contendientes tiene dimensiones equiparables a las de un cerro. Cerro o montaña son parte del significado de la palabra quechua apu, y todos los cerros que rodean al poblado de Cotabambas son los protagonistas de sus relatos míticos.


    En el manuscrito quechua del siglo XVII conocido con el nombre de Ritos y tradiciones de Huarochirí se cuenta las andanzas de Pariacaca, una poderosa deidad de esa región andina. Dotado de una extrema labilidad, desatar su ira exponía a hombres y mujeres a las más terribles consecuencias, como les ocurrió a los habitantes de la comunidad de Huayquihusa. Durante una de sus más importantes fiestas, Pariacaca se hizo presente bajo el aspecto de un hombre pobre. A excepción de una humilde mujer, nadie reparó en él. Despechado y furioso, se subió a un cerro, se transformó en una gran tempestad de lluvia y granizo amarillo y rojo. Inundó el valle de violentos torrentes de agua y barro, y todos los hombres, mujeres y niños de la comunidad fueron arrastrados en dirección al mar, en donde terminaron ahogándose. Pero Pariacaca también podía ser muy benévolo, transformando esta furia destructora en actitudes mucho más edificantes. Los miembros de otra comunidad, la de los cupara, sufrían de una crónica escasez de agua. Chuquisuso era una bella doncella que, en el cénit de la desesperación, regaba su pequeña chacra con sus propias lágrimas. Irresistiblemente atraído por la joven, Pariacaca ofreció construir grandes canales de riego a cambio de tener la oportunidad de dormir juntos. Con delicada habilidad Chuquisuso fue dilatando los tiempos, consiguiendo que la deidad hiciera los canales y otras cosas más por su comunidad hasta que, finalmente, en lo alto de una peña, la mujer accedió. Al poco tiempo Chuquisuso se transformó en piedra y Pariacaca, que era y es el nombre de una nevada montaña, siguió haciendo de las suyas en el mundo de los hombres.
    Protagonistas como los apus de Cotabamabas o Pariacaca son muy corrientes en los relatos míticos de los indígenas americanos. Eran en general poderosos antepasados fundadores de pueblos y culturas, cuyas acciones y actitudes oscilaban entre una extremada generosidad y una implacable crueldad. Más allá de sus diferencias, lo cierto es que todos los hombres y mujeres andinos creían que estas deidades eran las que hacían posible sus vidas. A través de su soplido vital otorgaban el hálito que animaba la vida humana, y se encargaban de que todas las comunidades tuviesen recursos más que suficientes para una vida feliz. Claro que, dentro de la lógica de las relaciones de reciprocidad andina, exigían atención y manutención a cambio de tan fundamentales servicios. Había que construirles templos, rendirles sacrificios, obsequiarles vestimentas, sembrarles campos y dotarlos de abundantes cantidades de alimentos, bebidas y hojas de coca. Ellos también tenían necesidades que debían ser satisfechas. Una deidad desatendida y hambrienta era extremadamente peligrosa. Si las comunidades no cumplían con su parte las consecuencias podían ser demoledoras, como lo muestra el enojo de Pariacaca.
    Los predicadores españoles tenían muy claro el hecho de que para los indígenas americanos determinados cerros y montañas eran poderosas deidades. El jesuita Pablo Josep de Arriaga fue uno de los más importantes teóricos de las campañas de extirpación de la idolatría en el Perú y Bolivia, que se llevaron a cabo entre finales del siglo XVI y buena parte del XVII. Autor de un tratado sobre temas idolátricos, publicado en 1621, prevenía a sus colegas extirpadores acerca del significado religioso de estos accidentes geográficos. En su clasificación de las “cosas” que adoraban los indígenas, Arriaga escribía:


“A Cerros altos, y montes y algunas piedras muy grandes también adoran (…), y les llaman con nombres particulares, y tienen sobre ellos mil fábulas de conversiones y metamorfosis, y que fueron antes hombres, que se convirtieron en aquellas piedras”.


    Que los cerros y montañas fueran deidades presentaba dificultades insuperables para la tarea evangelizadora. Destruir templos e ídolos era relativamente sencillo, pero destruir una montaña... Esta y otras imposibilidades hicieron posible a muchas deidades andinas vestirse con ropajes provenientes del acervo cristiano para sobrevivir. Puede que sea éste el caso del demonio protector de los mineros del cerro Rico de Potosí. En la película documental El minero del diablo, un gran trabajo de los directores Kief Davidson y Richard Ladkani, Basilio Vargas, un minero de catorce años, le abre al espectador las puertas de su durísima vida cotidiana y lo introduce en el mundo de las minas potosinas. Lo primero que un minero debe hacer en el momento de entrar en la mina a trabajar es darle una ofrenda de chicha y coca al Diablo del cerro. Hay que mantener contento y satisfecho al “Tío” (forma quechua de decir Dios, nos informa Basilio) para que le permita al minero tanto encontrar una rica veta de mineral como salir vivo de la mina. Si el “Tío” es homenajeado como se debe, se encargará de que nada malo pase.
    Para los mineros del Potosí de hoy la realidad de los poderes sobrenaturales está dividida en dos partes. Fuera de la mina, el mundo está regenteado por Dios; a él hay que recurrir en todo momento y se debe cumplir con la obligación de ir todos los domingos a misa para participar con el sacerdote del misterio de la eucaristía. Pero la soberanía de Dios se termina en el umbral de la entrada de la mina, porque en ella reina el Diablo. A él se reorientarán todos los pedidos de favores. Con impecable lógica andina, el Diablo de la mina beneficia y protege si está bien atendido. Los mineros le dan alimentos, chicha y coca; también le sacrifican llamas. Si por alguna desafortunada razón algo llegara a provocar su ira, matará a través de sus métodos predilectos, que son las explosiones y los derrumbes. Si no es alimentado como se debe, se nutrirá con el alma del minero muerto. Que este Diablo del cerro potosino exija manutención y pueda llegar a castigar con tan espantosa muerte no puede sorprender. Al fin y al cabo, es un cerro que tiene la bondad de permitir que los mineros perforen su cuerpo para extraer el precioso metal plateado de sus entrañas.


Alcides Rodríguez (Buenos Aires)

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