Hay en Pastoral Americana (Philip Roth, 1997) una escena memorable. Es una escena pequeña, al principio de la novela, pero que el recuerdo –y su importancia dentro de la trama y en la construcción del personaje principal, Seymour Levov, más conocido como el Sueco Levov- ha magnificado tanto que tengo la sensación de que ocupa páginas y páginas. La verdad es que Roth le dedica apenas un par de párrafos. Rubio, alto, deportista, algo así como la personificación del sueño americano, Levov llora encerrado en su auto. Tiene más de cincuenta años. A unos metros de distancia, la familia y unos amigos –su segunda mujer, sus dos hijos varones- disfrutan de la sobremesa, del café, de las tartas (“de la vida como se supone que tiene que ser”, según dice el irónico Jerry, su hermano, también presente en el almuerzo). De pronto, como quien va a buscar un par de servilletas o el azúcar, el Sueco se levanta de la mesa. Pero tarda en regresar. Entonces Jerry lo busca. Lo encuentra en el auto, llorando como un niño. El narrador no lo dice, pero quizás Jerry se haya subido a ese auto inmóvil, quizás incluso se haya sentado al lado del Sueco, o no, quizás se quedó a un costado y hablaron así, Jerry de pie, agigantado y el otro sentado frente al volante, pequeño ahora, inmerso en su tristeza. “Extraño a mi hija”, le dice Levov entre sollozos a su hermano. Mi hija es Merry. Prófuga. Tartamuda. Activista contra la guerra de Vietnam. Responsable de haber detonado una bomba que hizo volar por los aires a, al menos, tres personas –“pero bien podría haberla detonado en el living de tu casa”, como le dice Jerry en referencia al desastre que significa este episodio en la vida de Levov. El Sueco permanece, ahí, solo en su auto, con las ventanillas cerradas, las manos sobre las piernas. Porque cuando salga no podrá decirle a nadie que su hija está muerta.
Esta escena actúa como paralelo de la última, allá por la página 400: aquella otra reunión con amigos y familia. La anticipa y la completa: en la escena del auto, el Sueco logra decir que su hija está muerta, en la otra la violencia, está más contenida; el “paraíso perdido” recién se anuncia. De alguna manera marca el final de la historia, que claro, para Nathan Zuckerman –ese escritor que vive recluido en las montañas de New Jersey y que es el responsable de reconstruir el relato- es el principio. Y algo más, fundamental para entender la eficacia dramática: Roth ama a sus personajes. Como Flaubert, Roth es Zuckerman, Levov, Merry. Esa devoción de los autores por sus personajes, ese adentrarse en el mundo del otro y luego construir con eso una novela, no es algo para desestimar. Parece simple, el abc de la cuestión y probablemente lo sea. Pero como suele suceder, lo más básico es, la mayoría de las veces, el corazón de la nuez.
Carolina Esses (Buenos Aires)
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