Nos ha pasado a todos, a Theremin le pasó mejor. En ocasiones, al acercarnos o alejarnos de un aparato eléctrico en funcionamiento (una radio, por ejemplo), podemos sentir que el sonido producido por dicho aparato sufre una ligera distorsión. Saber que esto se produjo por un conflicto entre ondas al chocar campos magnéticos requiere haber sido iniciado en los misterios de la física. Pero se necesita más que eso, se necesita ser Leon Theremin (nacido en Rusia como Lev Sergeyevich Termen, luego afrancesado), para entender que en esa distorsión existe la posibilidad de hacer música.
El theremin es eso: un instrumento musical consistente en una caja que contiene unos transistores a la que le salen dos antenas perpendiculares. Las antenas producen ondas, una controla el volumen y la otra el rango de notas. Con los dedos, uno toca el aire por el que viajan esas notas y regula volumen y sonido. Al tocar así, se escucha algo a mitad de camino entre el violoncello y la voz humana. En rigor, es oximorónico decir que alguien “toca” el theremin, en realidad nunca se toca nada, sólo el aire cargado de ondas. Primer instrumento eléctrico, pero eléctrico en verdad, lo único que hace que ese aire produzca sonidos es el choque de campos magnéticos.
Lo primero que casi siempre hace una persona que adquiere un theremin es pasar los dedos al azar por la superficie de ondas. Esto produce una especie de lamento de ultratumba que llegó a tener amplia aceptación en el cine de clase b. Pero el thereminista que tenga paciencia y aptitudes, puede realmente hacer música con él. Hay instrumentos que encuentran su intérprete y ese intérprete los redefine. No se sabía todo lo que tenía adentro una guitarra hasta que la agarró Hendrix, después de él la guitarra es otra cosa. Existen, sin dudas, más y mejores ejemplos que al lector se le ocurrirán. Con el theremin no hay polémica. La máxima exponente de la dignidad y potencial del instrumento es Clara Rockmore.
Clara nació en Lituania, a los cuatro años sus extraordinarias aptitudes la llevaron a tocar el violín en el Conservatorio Imperial de San Petesburgo. Debido a problemas en sus huesos por una deficiente nutrición en los primeros años, abandonó el violín a los diecinueve y llegó al theremin para convertirse en la primera virtuosa ejecutante del instrumento. Trabajó junto a Leon Theremin: perfeccionaron el instrumento, arreglaron fallas que tenía en su versión original y lograron que produzca sonidos más limpios. Las charlas que dieron lugar a este perfeccionamiento deben haber sido impresionantes, apenas podemos concebir la discusión de dos mentes privilegiadas sobre cómo tocar el aire de forma más armónica (existen cartas que recuperan algo de esto).
Robert Moog, un pionero de la música electrónica que de niño se había maravillado con el theremin se encargó de hacer versiones hogareñas del aparato. Maurice Martenot creó también un instrumento hacia 1928 que reproducía los principios del theremin: las “Ondes Martenot”. Einstein le mostró a Theremin sus intentos por ejecutar su instrumento, los que el ruso consideró bastante limitados. Lenin parecía tener mejores aptitudes. A pesar de estos importantes desarrollos y ejecutantes, hitos en la historia del theremin, el instrumento cayó en el olvido mientras Leon Theremin era secuestrado por la KGB para pasar la mayor parte de su vida haciendo escuchas telefónicas (también hizo avances en el campo del espionaje; ay, la decadencia de los espías, antes uno tenía la dicha de poder ser investigado por Leon Theremin y hoy…).
Recién en 1994, un documental puso de vuelta al theremin en el mundo de la música, el interesantísimo Theremin: an electronic odyssey de Steven M. Martin, que captura las últimas entrevistas realizadas a Leon Theremin, ya muy deteriorado, quien tiene un conmovedor reencuentro con Clara Rockmore. Esto creó cierto interés por el instrumento y motivó a Clara a realizar un breve Método para Theremin. Allí pueden leerse consejos dedicados al futuro ejecutante que bordan lo zen: “para manejar el aire no necesitas martillos”, “piensa en tus dedos como si fueran delicadas alas de mariposa”, etc. El método de Clara recomienda, claro, el estudio. Hay que saber leer música, tener alguna clase de piano y, en lo posible, ser violinista. Porque “no se puede señalar un punto en el aire y decir: aquí está el Do central”.
Sin embargo, cuando uno la ve, eso es lo que Clara hace. Cierra los ojos, pone sus dedos en un punto del aire y ahí está el Do. Es un misterio quién le dicta a Clara dónde está cada nota, hasta dónde tiene que subir su mano izquierda y los extraños movimientos que deben hacer los dedos de su mano derecha para producir melodías bellísimas. Un epígrafe del Método de Clara es aleccionador, pertenece a Max Rudolph: “no son los instrumentos los que producen música, son las personas”. Clara dibujó en el aire sus oraciones silenciosas, hizo chocar su campo magnético y el del theremin y nos volvió a todos los que la hemos visto un poco más creyentes. Al verla apreciamos a alguien que, sin necesidad de ver ni tocar nada, sabe justamente dónde el universo guarda la música.
Gabriel Graves
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