Sobre Toda la verdad de Juan José Becerra, por Fermín Rodríguez



Desertar, sustraerse, desaparecer del mapa: en el reverso de la novela del estado, que asigna roles y crea modelos de identificación, el fantasma de la huida recorre toda la literatura argentina, como si el desujetamiento de la autoridad fuera la condición mínima de una escritura que solo se pone en movimiento cuando se corta el nudo que fija un personaje a un rol reconocible. La política de la literatura comenzaría allí donde la lengua del estado se interrumpe y los cálculos del capital quedan desbordados por una lengua clandestina—una lengua que, desviada de los cauces de la normalidad y la rutina, inventa nuevos modos de nombrar lo inclasificable, lo que se desidentifica, lo que fluye más allá de la frontera.
    La maldición política de la Argentina del siglo diecinueve, enferma de espacio, fue literariamente su gran salud: la huida era un modo de desargentinizarse, buscando en la frontera y en el desierto formas de vida que no se identificaran con el Estado ni con el mercado. Pero a principios del siglo veinte comienza la declinación del afuera. Internalizado por el capital y sus aliados culturales, el desierto se domestica a medida que se transforma en campo argentino—un espacio normalizado, cargado simbólicamente de nuevos sentidos por una ficción de identidad que planta en plena pampa el ser auténtico de lo nacional. Ya no hay adonde huir porque el viaje de la ciudad al campo es el viaje de lo otro—la ciudad corrupta y bulliciosa de los inmigrantes—hacia el campo trascendente de lo mismo.


    ¿Qué queda hoy de ese afuera del mercado, poblado alguna vez de sueños de trabajo no alienado, de vida libre de necesidades, de comunidades sin gobierno fundadas en la solidaridad y en la cooperación? ¿Hay algún futuro en nuestro pasado más remoto, cuando brotes de soja y arcaísmo reaccionario emergen del suelo y la pampa se ha transformado en una enorme aceitera? Toda la verdad, la nueva novela de Juan José Becerra, viene literalmente en nuestra ayuda, hoy que la nueva naturaleza capitalista está más en contradicción que nunca con las nostálgicas imágenes del campo que siguen hechizando la imaginación social.
    Becerra conoce muy bien el paisaje: lo cartografió en La vaca. Viaje a la pampa carnívora (2007), donde el animal fetiche de la patria, elaborado por el mercado y la cultura, nos da la carne, la leche y la letra (no hay retorno para el niño que entra a la argentinidad marcado a fuego por la receta “Composición Tema: La vaca”). Lo recorrió también en “Fin del mundo en Agrolandia”, el magnífico ensayo que cierra Patriotas (2009), donde Becerra, al calor del conflicto de las retenciones móviles de 2008, se remonta hasta los tiempos de Güiraldes y Don Segundo Sombra para exorcizar el espíritu rural que la conjuración de estancieros y corporaciones agrarias invocó y transmitió en directo las veinticuatro horas del día.
    Y hacia allí va también el ingeniero Antonio Miranda, el protagonista de Toda la verdad. Empresario exitoso de la patria globalizada, devenido gurú new age de la pampa y éxito editorial de la industria del manual de autoayuda, el ingeniero Antonio Miranda lleva la marca de los personajes de Becerra. Por un lado, es un descendiente lejano de los héroes de Santo, Atlántida y Miles de años—hombres solitarios descolocados por un abandono, vidas paralizadas por la memoria de un cuerpo que no olvida, en las que lo único que se mueve es el lenguaje del narrador. Pero sobre todo, hay en Miranda algo ambiguo, que lo pone en serie con la canalla mediática que desde hace años Becerra desenmascara barrocamente desde las crónicas de Los inrockuptibles—recopiladas en Grasa y Patriotas--, una galería de celebrities del mundo de la política y del espectáculo, chorreantes de inautenticidad.
    Miranda es uno de los consumidores de los 90—seres educados en el tener y el consumir individualmente, aptos para sobrevivir en la selva del mercado. Pero se va de golpe, sin plan previo, como un Wakefield criollo que “simplemente se desvió de su ruta ordinaria” para internarse en las profundidades de la pampa. Atrás quedó la fortuna, el piso de Libertador, la oficina de Puerto Madero, las pantallas planas, los autos de marca, las bebidas importadas, los muebles de diseño. Miranda va deshaciéndose de sus señas de identidad como quien se despoja de capas de civilización: el reloj de lujo, sus smart phones, la billetera de cuero, los documentos, el pen drive. Pero no se trata de un agauchamiento, a la manera de las novelas de aprendizaje pampeano, sino de alcanzar algo así como la humanidad desnuda de un hombre sin atributos. Miranda va mucho más allá incluso de la oposición entre civilización y barbarie, hasta el umbral mismo del lenguaje, donde las cosas no son sino que suceden sin interpretaciones ni sentidos, sin pensamientos ni palabras que las falsifiquen. Puro presente animal, Miranda es un cuerpo sensible entregado afásicamente al día a día rural, hundido en la inmediatez del tiempo que pasa sin dejar huellas en la memoria. Se trata de la vida y nada más, sin metáforas—un dejarse vivir único y singular del cuerpo biológico que el lenguaje, en su generalidad, aplana y falsea.
    Miranda supo entonces que “para poder decir la verdad primero hay que vivir la verdad”, y con ese aforismo en la punta de la lengua, vuelve a la ciudad. ¿Sabiduría de anacoreta, epifanía, impostura, psicosis? En esta ambigüedad se juega un relato que tiene la forma de una nouvelle: no sabemos bien lo que está pasando. En el umbral de la vida, Miranda puede ser cualquier cosa, al estilo del jardinero de la novela de Jerzy Kosinski. De vuelta al lenguaje y a la comunicación, Miranda no pierde más de cinco minutos en contarle a su amante la experiencia que le cambió la vida para siempre, “una historia de vida simple más un tratado silvestre sobre la verdad”. Pero apenas emerge en la superficie del lenguaje, esa verdad hundida en la opacidad del cuerpo que, en su potencia de extrañamiento, amenazaba los modos normativos de ser y de decir, se convierte en presa fácil del aparato de captura de un mercado que no deja nada afuera. Propagada por su amante como un chisme, la epifanía de Miranda se va abriendo paso en el discurso hasta caer en las redes de una suerte de picaresca editorial que convierte a Miranda en el autor de La verdad de tu vida, un best seller de autoayuda fabricado de la nada por editores, ghost writers y agentes de prensa que en poco tiempo vende cuarenta millones de ejemplares en todo el mundo. Argentina exporta verdades y el mundo habla en mirandiano, una especie de lengua franca para descerebrados que reduce la indeterminación de la vida a sentido común empaquetado para la venta.
    Habrá que radicalizar la fuga, ir todavía más lejos en la creación de una línea de mutación que alcance un punto de no retorno. Miranda vuelve a desertar, pero esta vez no se irá solo. Ocurre que en su soledad, la primera ida de Miranda se parecía mucho a un suicidio social que lo dejó al borde de la nada, en el umbral de un cuerpo biológico ocupado tan solo de sobrevivir. Pero resistir no es sobrevivir, sino invención colectiva de posibilidades de vida desconocidas, más allá de los modos normalizados de ser. Lo que viene entonces es un experimento sexual entre Miranda, su pareja y dos hombres más, una comunidad del deseo sin jerarquías con sede en el cuerpo y en el sexo sin nombre, familia o género asignable y que, en sus excesos, desafía la capacidad representativa del lenguaje. “Ojalá alguien, algún día, cuando la literatura vuelva a ponerse de moda, pueda consignar todo lo que hicieron”—anota el narrador. Mientras que en el puro presente del mercado la moda repite libros como los de Miranda, libros que aspiran a decirlo todo—nada, por otro lado, que ya no sepamos--, la literatura según Becerra imagina y anuncia nuevas formas de vida que se abstiene de decir (al final, Miranda es tan solo testigo expectante de la reproducción enigmática de la vida), mostrando entre las ruinas del lenguaje la distancia que separa las representaciones dominantes de la indeterminación de la vida. En ese umbral de indistinción donde se articulan y desarticulan palabras y cuerpos, donde el lenguaje es sujetamiento y liberación, donde la identidad se hace y se deshace, donde la vida es al mismo tiempo pobreza de la experiencia y potencia de variación, la literatura espera su momento.




Fermín A. Rodríguez (Bahía Blanca, Argentina / San Francisco, EE.UU.)

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