“Yo soy Johannes Brahms”. Estas palabras, seguidas de algunos arreglos para piano de la Danza Húngara nº 1, se pueden oír en un cilindro grabado en 1889. Thomas Edison había inventado el fonógrafo doce años antes y, para promocionar su invento, mandó un equipo de grabación a Europa para recoger las voces de importantes personalidades. Es así que, junto a la de Brahms, logró registrar otras voces, como la del poeta Alfred Tennyson o la del estadista William Gladstone. Si bien nunca fue hallado, siempre circuló el rumor de que se llegó a grabar un cilindro de Franz Liszt.
Este año se cumplen doscientos del nacimiento de Liszt. Su sola personalidad era todo un espectáculo. Sus interpretaciones solían estar acompañadas de suspiros, tarareos en voz alta e incluso gritos. Heinrich Heine, que además de poeta fue un gran melómano, comentaba que cuando Liszt interpretaba una tormenta en el piano, todos podían “ver los relámpagos en su rostro, sus miembros temblaban como agitados por el viento y sus largos rizos goteaban como mojados por la lluvia que intentaba describir”. Para Heine era “el loco, hermoso, odioso, enigmático, fatal y, sin embargo, infantil hijo de su época, el duende gigantesco, el furioso Rolando que blandía el sable húngaro del honor, el arlequín del genio”. “Subyuga a sus oyentes con un poder irresistible” acertaba a afirmar el pianista Charles Hallé, compartiendo lo que ya era en ese entonces una opinión muy extendida. Sus conciertos siempre estaban colmados con un público más que entusiasta, que llegaba al delirio cuando Liszt le arrojaba sus guantes en el momento de sentarse frente al piano. Sus poses y miradas despertaban descontroladas pasiones entre el público femenino, que solía cubrirlo con lluvias de flores. Primer ídolo de las matinés musicales, Liszt era incansablemente perseguido por mujeres de todos los rincones de Europa en los que tocaba. La escritora George Eliot declaraba que su rostro era “sencillamente maravilloso” y George Sand se enamoró sin remedio. Entre admirada y molesta, Clara Schumann decía que “las mujeres estaban locas por él; era indignante”. Su ajetreada vida sentimental generó constantes mitos y leyendas. El pintor Henri Lehmann lo retrató en 1839 como un apuesto y muy seductor joven romántico; para muchos fue la encarnación del pianista de las novelas románticas. En una época en la cual la costumbre indicaba que los músicos debían ofrecer sus conciertos acompañados de otros músicos, él tocaba solo. “Le concert, c´est moi”, le escribió a la princesa Belgioioso, parafraseando a Luis XIV. Inventó el recital instrumental. Hasta ese entonces la palabra “recital” se utilizaba para designar la declamación pública de obras poéticas. Liszt la llevó a la música; así como el poeta deleitaba a su público con su voz y sus palabras, el músico virtuoso lo hacía con la sola compañía de su instrumento. El término “poema sinfónico” apareció por primera vez en 1854, asociado a una de sus obras, Tasso, lamento e trionfo (1849). También fue un consumado maestro en el arte de la improvisación musical, y tenía por costumbre dirigirse al auditorio para comentar la pieza luego de ser interpretada. En una oportunidad ejecutó un adagio de Beethoven con la sala totalmente a oscuras. Llegó a tocar con dos y hasta tres pianos en el mismo escenario: mientras el público aplaudía el final de una pieza en el primer piano, se pasaba rápidamente al otro para iniciar la segunda. Sus giras le rendían cuantiosas ganancias, que no dudaba en gastar con despreocupada liberalidad. Desdeñando el dinero Liszt supo, sin embargo, vivir muy bien. Cuando la princesa Metternich le preguntó si había hecho mucho dinero en su gira, la filosa respuesta fue: “Hago música, Madame, no dinero”. No era la primera vez que respondía a la nobleza en semejantes términos. Actuando ante la corte rusa encontró la manera de exigirle silencio a mismísimo Zar, y cuando un general ruso le preguntó si había estado en el ejército, la respuesta sonó como un disparo de mosquete: “No… y Su Excelencia, ¿ha tocado alguna vez el piano?”. Estos rasgos de su personalidad hacían que Liszt fuese para muchos jóvenes europeos una suerte de héroe de la igualdad social del artista.
Otro músico que hizo delirar a multitudes, Nicolò Paganini, dejó una profunda marca en Liszt. El gran violinista transformó la concepción de la ejecución musical. Con Paganini el músico fue un héroe del virtuosismo por el virtuosismo en sí. Sus superlativas dotes y su extraña personalidad hipnotizaban a su público. Un crítico londinense escribía que “no es común ver un vampiro en medio de la orquesta, y nunca un hombre pareció más fantasmal que él”. Su aspecto espectral y cadavérico, unido a sus largas capas negras tan características, generó todo tipo de leyendas que Paganini, entre divertido y astuto, supo fomentar para alimentar su creciente popularidad. Sus giras europeas eran sinónimo de salas abarrotadas. Tocando melodías imposibles en forma casi extática, daba mucha consistencia a la creencia de que su firma estaba estampada junto a la de Satanás en un pacto. Cuando en 1832 Liszt lo escuchó por primera vez en París, sintió su hechizo de inmediato. Salió del concierto decidido a hacer en el piano lo mismo que Paganini hacía con el violín.
En 1975 Ken Russell escribió y dirigió Lisztomanía, una película basada en la vida de Liszt. El papel protagónico recayó sobre Roger Daltrey, vocalista de The Who. Ringo Starr y Rick Wakeman formaron parte del elenco, y se incluyeron escenas en donde aparecían biombos con la cara de Pete Townshend y retratos de Elton John. Russell y Daltrey se hicieron cargo de las letras, y Wakeman adaptó la música de Liszt y Wagner para la banda de sonido. El Liszt de Lizstomanía lleva una vida propia de una estrella del rock´n roll: conciertos abarrotados de fans (fundamentalmente mujeres), vértigo, escándalos y groupies. Es probable que a Daltrey no le resultase muy difícil interpretar su personaje, dado que la vida de Liszt como artista no estuvo muy alejada de la suya propia. ¿Podemos imaginar a Liszt y Paganini como estrellas de rock? ¿O a Wakeman y Elton John como eximios pianistas decimonónicos? ¿Acaso Jimmy Page no firmó, al igual que Paganini, un pacto con el Diablo? La distancia entre ellos no parece ser grande. Quizás se deba a que Liszt y Paganini fueron dos de los primeros grandes artistas modernos, totalmente dedicados a la música y ganando, gracias a ella, plena independencia económica y artística. Ambos gozaron de una libertad que bien pudo ser la envidia de un Mozart, y que Haydn apenas vislumbró hacia el ocaso de su vida. Lo que nunca pudieron imaginar es un fenómeno que las estrellas de la música de nuestro tiempo conocen muy bien: la industria cultural. Algo que Brahms apenas llegó a rozar en los surcos de aquel viejo y desgastado cilindro de Edison.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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