uelvo a Santa Cruz por mis vacaciones de verano. Acá es supuestamente invierno, pero los locos árboles mecidos por un viento loco y tibio desdicen toda posibilidad invernal. Llego a amar hasta la precariedad de los taxis contra la que Evo Morales ha arremetido recientemente. No a los taxis viejos, no a las telenovelas. Y claro, no a los pollos.
Me invitan a una cena. Es una cena preparada con amor, con hospitalidad camba. Intento ensamblarme. Lo consigo por momentos. Algo en la naturalidad de los otros me hace sentir mal.
Me esfuerzo igual.
Consigo volver.
Alejandra habla de una paciente, alguien que tiene rasgos psicóticos. ¿Cuál es la diferencia?, pregunto con el morbo de la “ciudadana normal” que todavía ve en Freud a una especie de santo iluminado. Un rasgo es un rasgo, no la estructura, dice Ale, y me explica con alta pedagogía la diferencia entre un psicótico y un psicópata.
Para el psicópata la realidad es una mole de grasa, sin mediaciones.
Para el psicótico su percepción es un eterno problema y la realidad una sospecha irresoluble.
Por ejemplo: Creo que vi la sombra de un puñal, dice el psicótico. Necesito ese puñal, dice el psicópata, en los umbrales de su etapa hot. O algo así.
Claudia trae un postre de maracuyá. Lo ha preparado ella misma, toda una artista. Toma la jarrita con la crema y vierte el elixir sobre la generosa tajada que me corresponde. Presto muchísima atención al curso de la crema sobre el platillo, una avanzada elegante, lechosa, un maremoto minúsculo en un tiempo imposible. ¿Y, se acostumbraron los chicos?, pregunta alguien. En proceso, respondo. Es mi respuesta favorita, la menos quejumbrosa, quizás la más honesta.
De regreso al departamento de mi hermano, mientras miro la ciudad manchada de barro en algunas zonas, absolutamente púber en otras, pienso también en las cosas que dijo mi amigo Wolfango Montes, el escritor obsceno que vive en Pelotas, Brasil, refiriéndose a los amores telúricos enfermizos, amores mucho más peligrosos, incluso, que estar encoñados. Irlanda, dice Wolfango que dijo Joyce, es una puerca que se come a sus propios hijos. Y también dice: No hay patria, ni familia ni mujer que no merezcan ser dejadas. Rasgo misógino probablemente y ya que estamos, pero en su esencia liberador.
Brego un rato con la llave en el portón. La cerradura es caprichosa; al fin y al cabo no es mi casa. Digo, por si acaso, “abracadabra, puta noche macabra” y el portón chirría. Relajo finalmente mi espalda en el sofá-cama y encuentro un placer perverso en no dormir en la mía, en estar lejos de mi nuevo eje, como si ese descoloque fuera el secreto de la eterna juventud. Y repaso la explicación de Ale sobre los rasgos y las estructuras, y estoy en esas cuando un grillo, un grillo camba obcecado y gritón, decide darme una serenata en clave de SI. Mierda, deben ser las cuatro. Me levanto, lo busco furiosa. Estoy segura que el canto sádico proviene desde el esquinero de las macetas. No está entre las Costillas de Adán ni entre los anoréxicos helechos. Alzo entonces la maceta más liviana apostando mi alma a que lo encontraré, y juro que si lo encuentro, ay, si lo encuentro…
Giovana Rivero (Bolivia/EE.UU)
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