“No sólo carecen (los habitantes) de ministros evangélicos, sino que también, por desgracia, han tenido allá por el espacio de siete años un heresiarca dogmatizante poderoso que con plata en mano ha buscado prosélitos haciéndose proclamar por el héroe del Sud … Don Francisco Ramos Mejía se ha erigido en heresiarca blasfemo… (ha) quemado imágenes… ha erigido seis cátedras de teología en el Sud”
Con estas palabras el Padre Francisco Castañeda describía la situación religiosa de Kequel Huincul, pequeña localidad fronteriza ubicada a cien kilómetros al sur del río Salado, en la provincia de Buenos Aires. El franciscano había sido desterrado allí en 1821 por las críticas que había lanzado al gobierno en su periódico El Despertador Teofilantrópico Místico Político. Casi un año más tarde el gobernador Martín Rodríguez le permitió regresar a la capital provincial. Por poco tiempo, pues sus críticas a la política religiosa del ministro Rivadavia hicieron que Castañeda volviese al destierro. Sus breves comentarios en relación a Kequel Huincul dejan la pregunta flotando en el aire: ¿quién era aquel “heresiarca dogmatizante” de las pampas?
Francisco Hermógenes Ramos Mejía había nacido en 1773 en Buenos Aires. Hijo de padre español y madre criolla, formó parte de los gobiernos revolucionarios surgidos a partir de 1810. Fue regidor del Cabildo en 1811 y miembro del gobierno directorial de 1815. Ese mismo año se instaló en Kequel Huincul con su familia, en unos campos que había adquirido por doble compra: al fisco primero y a los pueblos indígenas después. Supo cultivar buenas relaciones con los lugareños. También estableció excelentes vínculos con los jefes indígenas, granjeándose de tal forma su confianza que llegó a representarlos ante las autoridades provinciales. Pero sería un error suponer que Ramos Mejía sólo deseaba ser un estanciero prominente. Se creía llamado a una misión mucho más importante y trascendente. Y rápidamente puso manos a la obra. A partir de 1816 llevó adelante una intensa tarea de evangelización que se basaba en su personal interpretación de la doctrina cristiana. Místico y visionario, Ramos Mejía enseñaba que nada tenía más autoridad en el universo que la Biblia. Sólo gracias a un libre y meditado examen del texto sagrado el creyente accedería a las verdades de la religión. Ningún sacerdote o Papa podía reemplazar el libre acceso a la lectura de la Biblia para vivir en armonía con la ley de Dios. Cualquier buen intérprete estaba en condiciones de ser un sacerdote. Los dogmas católicos y sus santos eran obstáculos que había que remover para poder recorrer este camino de salvación. Ramos Mejía no se cansaba de condenar el lamentable estado del clero católico. “¿Qué tienen que ver los cristianos con el Rey de Roma?”, solía preguntar. Su prédica tuvo importantes repercusiones en Kequel Huincul y sus alrededores. Castañeda constataba que el “gauchaje” exaltaba la religión de Ramos Mejía al grito de “¡Viva la ley de Ramos!”.
De todos los textos escritos por Ramos Mejía han sobrevivido solamente dos, ambos de 1820: el Evangelio de que responde ante la Nación el ciudadano Francisco Ramos Mejía y la Comunicación al gobernador Don Marcos Balcarce, que incluye un Abecedario de la Religión o del conocimiento del orden de nuestro bien o de nuestro mal. El resto desapareció tras el asalto e incendio de su estancia o fue quemado por su familia, debido a la hostilidad general desatada contra su autor. Es difícil rastrear las influencias en su pensamiento. Para Adolfo Saldías el cristianismo de Ramos Mejía era una suerte de “panteísmo oriental”. Clemente Ricci, el estudioso que publicó los textos en 1929, se inclinaba por una especie de puritanismo fuertemente relacionado con el luteranismo y el calvinismo. El problema de esta hipótesis es que no se puede probar en dónde Ramos Mejía pudo aprender teología luterana o calvinista; tan sólo se puede especular con la influencia de su madre, hija de un escocés calvinista. Consciente de estos problemas, Ricci prefería en principio considerar que Ramos Mejía creaba su sistema a partir de una “intuición genial”. El periodista e historiador Abel Chanetón consideraba que era fuerte en Ramos Mejía la influencia del padre Manuel Lacunza, el jesuita chileno que en su obra La venida del Mesías en gloria y majestad sostenía que el día de la venida de Cristo a la Tierra una Iglesia completamente compenetrada con la hipocresía y la mentira se pondría del lado del mal.
Alejandro Korn consideraba que en realidad Ramos Mejía estaba planteando la necesidad de promover una revolución religiosa destinada a completar la revolución política lograda a partir de 1810. Sólo con ella se ordenaría una sociedad recientemente independizada que estaba en estado de “anarquía”. Los conflictos del año 1820 no se resolverían invocando la soberanía del pueblo, como los intelectuales de la revolución venían sosteniendo, sino apelando a la única y verdadera soberanía, la de Dios. Y Ramos Mejía, en su Comunicación al Gobernador, se ofrecía como instrumento redentor de las nuevas naciones sudamericanas.
“Toda la América y todo el Nuevo Mundo debe contar conmigo porque debo contar con el espíritu de vida de que somos los últimos Ministros cuanto lo somos del evangelio… Falta que el pueblo nos oiga, pues que este paso es el céntrico punto de apoyo de toda la felicidad”.
“Falta que el pueblo nos oiga…” Intérprete de las Sagradas Escrituras en un mundo rural prácticamente analfabeto, Ramos Mejía esperaba que su exégesis fuese escuchada y aceptada por los fieles con entusiasmo. Creador, según el historiador Daniel Monti, de una “genuina disidencia argentina”, este original predicador se propuso organizar un cristianismo nacional que ordenara y sentara las bases de la nueva sociedad argentina. ¿Podía pensarse la construcción de la moderna Argentina desde esta perspectiva? Max Weber señalaría varias décadas más tarde la importancia del protestantismo para comprender el surgimiento del capitalismo moderno. Las autoridades provinciales no lo vieron de esta manera: en 1825 le prohibieron seguir con su prédica evangelizadora. Quizás por ello murió en 1828, siendo enterrado por los indígenas en algún ignoto paraje de las pampas. Décadas más tarde su nieto José María Ramos Mejía señalaba con laica precisión cuáles debían ser los parámetros de la modernización argentina. Destacado miembro de la Generación del ´80, José María fue uno de los más conspicuos referentes del positivismo en la Argentina finisecular. Lo curioso de caso es que ello no le impidió ser un apasionado cultor del espiritismo. De alguna extraña manera, la herencia del abuelo místico encontraba un lugar en el alma del nieto positivista.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
1 Comments
MUy interesante! Parece que en esa época la iglesia chorreaba hipocresía, porque muchísimos escritores de diferentes partes del mundo, le daban en el mismo punto. Saludos!
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