A menudo, los animales parecer tener la misión inusitada de despertarnos del letargo natural que implica la rutina diaria; a veces, asustándonos; en ocasiones, maravillándonos.
Las mascotas responden a un nombre y entusiasman su vida cuando les brindamos una caricia. No hay sorpresa en el trato con ellas, salvo un mordisco que excede la intensidad habitual o un rasguño que nos lleva a recordar el universo salvaje que se esconde bajo la domesticación.
Un animal, puede aterrar. Era la medianoche y yo retornaba a casa en taxi, un tanto adormilado por la jornada laboral y la reunión de amigos que le siguió después. El taxista me hablaba y yo le contestaba con desgano, valiéndome de monosílabos que eran una negativa a la comunicación. La carretera estaba iluminada con defecto y, al igual que nosotros, la transitaban una patrulla de policía y una camioneta plateada que aprovechaba al máximo su potencia y velocidad. Nada de extraño hasta que el taxista me pidió, con voz temblorosa, que mirara hacia delante. La ciudad de Lima se desplegaba a un lado y otro de la Panamericana, algo fea y desproporcionada, como el caos dejado por un niño que después de jugar en la sala no recoge ninguno de sus juguetes. Y en sentido contrario a la vía, un bulto negro de gran tamaño que se acercaba. El vehículo desaceleró; mientras que el bulto seguía avanzado hacia nosotros, tambaleante pero frenético. Detuvimos la marcha en plena carretera: estancados un taxi, una patrulla, una camioneta. Nos miramos entre todos, ayudados por la linterna de uno de los guardias. Los motores roncaban aparejados con el sonido que retumbaba sobre el asfalto: un trueno que resuella. ¿Qué es?, me consultó otra vez el hombre que antes monologaba sobre fútbol y mujeres. ¿Qué es?
Un bulto negro con dos cuernos, se aproximaba a nosotros.
Cuando lo vimos pasar, esquivando los tres vehículos, descubrí que era el toro más grande que había visto en mi vida. O así lo recuerdo hoy.
Por la mañana, las noticias de la televisión reducían la magia a una explicación convencional. El vacuno era transportado a un camal para ser sacrificado; sin embargo, a un kilómetro de distancia, el camión donde viajaba chocó con otro y el animal se dio al antojo de escapar. Fue capturado cuatro horas después, en ruta hacia la playa, por un equipo de bomberos, un escuadrón de la policía y un grupo de muchachos aburridos y noctámbulos que encontraban en el peligro una versión perulera de San Fermín.
Un conjunto de animales, puede intimidar. Pasadas las once de la noche y en el centro de la ciudad de La Paz, Bolivia en un miércoles de junio, no había una sola persona merodeando sus calles. Extranjero al fin y más joven todavía, sentí temor de hacer a pie el camino de regreso al hotel, en medio de tan inusitada soledad; subir y bajar las escalinatas de sus cajelluelas serranas no es lo mismo al rayar la madrugada que de día: las sombras se multiplican por la escasa luz de los faroles, el exceso de oscuridad les inventaba formas y movimientos. Me aposté en una esquina y aguardé el paso de un taxi para el trayecto. La espera tuvo mucho de ansiosa, pues cada cierto tiempo se escuchaban rumores como los que se perciben desde la cama en las madrugadas que han seguido a un día soleado: las paredes crujen en un lenguaje secreto, como quien trama lo inesperado.
Y pronto, un aullido. Dos.
Un ladrido, y dos, y tres.
Rasguños sobre cartón; saltos.
Doblando la esquina, vi aparecer a un perro viejo, más muerto que vivo en su corpulencia de piltrafa. Y detrás, uno a uno, a una veintena de perros más. Pequeños, grandes, azabaches y albinos, de patas robustas o escuálidas, de orejas caídas o erguidas, de hocicos amenazantes o con las lenguas de fuera, inventando en su modos la ternura. Trasnochaban las calles de La Paz, reinando por encima de la aparente ausencia los humanos.
Otra vez, me quedé estancado en mi sitio, mirándolos transitar como una pandilla amistosa y fiera a una vez, que persigue alimento mientras juega, lucha, se impone. Eran veinticuatro animales que voltearon la esquina contraria sin mirar atrás, asumiendo con pasmosa certeza que yo era parte del paisaje, y nada más.
Un grupo de animales, puede intrigar. No pasaban de las diez de la noche en París, cuando salí del subterráneo para dirigirme a un restaurante a cenar. Andaba hambriento, pues durante la tarde había recorrido la ciudad como si ese día fuera la única oportunidad que tendría para conocerla. De alguna forma, en París, cada día es una última oportunidad para conocerla bien. Pasa lo mismo con las mujeres fascinantes: desmadrados por conmoverlas o seducirlas, el mañana puede no existir.
Caminaba hacia el bar Montecasino, con la ilusión de encontrar algo de comida caliente y una copa de vino para completar la noche. Caminaba sin apuros, respirando un aire fresco de ciudad con estufa.
Y los vi.
Eran ocho o nueve, acurrucados con toda su bestialidad de urbe cerca de las partes traseras de los autos. Ocho o nueve gatos, víctimas de la frialdad del asfalto, dormitaban al lado de las llantas y el tubo de escape, bajo el motor caliente de vehículos detenidos. Animal blanco debajo de un auto rojo, animal negro debajo de un descapotable verde, animal moteado debajo de una camioneta gris.
La escena, a primera vista, puede juzgarse de encantadora, con la trouppe de mininos coloreando la oscuridad de la pista; sin embargo, también es una escena que desconsuela a quienes creemos con Erasmo de Rotterdam, que los animales se han venido arruinando por la influencia del hombre. Esos gatos precisaban de la tóxica combustión de un vehículo para sobrellevar el clima de París, por encima de sus pelajes y las condiciones evolutivas de su especie. En muchos sentidos, esos ocho o nueve animales estaban más humanizados triste nominación a veces que el orate del metro, que corría desnudo de un lado a otro con un periódico amarillento que anunciaba la llegada del hombre a la Luna. Lo anunciaba en francés.
Un animal, puede deslumbrar. Había recorrido Rimini en compañía de Gianpaolo Proni, como quien hace de una ciudad la excusa perfecta para conversar. Sin embargo, cuando nos despedimos, quedaba todavía media hora para tomar el tren de regreso a Misano. Entonces, se me ocurrió dar una vuelta por el puente milenario de la ciudad. Impactante es descubrir que el tiempo hace muy poco contra la piedra, en comparación con el deterioro que le impone a la piel del cuerpo el precio de la vejez. La condición humana se experimenta como algo un tanto ridículo ante una exhibición tan exquisita de resistencia y perdurabilidad románica.
Crucé el puente en una, dos y tres ocasiones, destiempado y feliz. Lo cruzaba por cuarta vez, cuando vi a un transeúnte atípico: un pavo real venía en sentido contrario hacia mí.
Un pavo real macho.
Un pavo real macho, que tiene un plumaje tornasolado y una cola de abanico oriental más grande que una pantalla de plasma; más bello también. Entre azules, verdes y siena, el animal era un espectáculo de lo excepcional en lo ordinario.
Dos autos se detuvieron y las cinco personas que estábamos alrededor, también. Existen circunstancias en que el apuro de la jornada laboral o el tránsito vehicular debe rendirse ante la magia.
Orgulloso, aunque con la cola arrastrada, el pavo real macho se desplazaba como un habitante más de Rímini. Nadie intentó tocarlo, a ninguno se le ocurrió cazarlo, no hubo una sola persona que hiciera la tentativa de atajarlo en su camino para siquiera protegerlo. Resuelto, vagaba de sur a norte.
Cuando me fui, el animal se había acomodado junto al tronco de un arbusto, acurrucado en la tierra del jardín. Lo mágico encontraba su hogar.
Felizmente hay ocasiones, las menos, en que una excentricidad se impone sobre la burda cotidianidad. Y los hombres, encandilados, tenemos una oportunidad más para narrar, para compartir, para sentir la vena íntima de la sociedad.
Juan Manuel Chávez
Lima, EdM, febrero de 2012
1 Comments
Al leer el relato, solo puedo pensar en que existen animales que pueden contar mejor la historia de una ciudad que el hombre, los pequeños ratones en Londres conocen mejor su patria, aunque ciegos transitan entre panes,manzanas, basuras y rieles.Su día empieza cuando el nuestro esta por acabar, las ultimas lineas del metro son la señal que esperan para recorrer su casa, nuestra estación de metro. Verlos en cientos correr por las aceras recuerdan la velocidad y el anonimato que caracteriza una gran urbe. CUANTAS HISTORIAS PODRÍAN CONTARNOS? PAO.
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