Sueños cósmicos II, por Alcides Rodríguez



La actividad es febril en la estación interplanetaria. Ha llegado el gran día en el que la gigantesca nave espacial se separará de ella para iniciar el primer viaje tripulado a la Luna. El impulso de sus poderosos motores hará que llegue en tan sólo cinco días. Los cosmonautas no alunizarán; ese objetivo quedará para el próximo viaje. La nave se limitará a orbitar alrededor de nuestro satélite a una distancia de 186 km. de su superficie. Cada órbita durará una hora y cincuenta minutos. Dado que en esta etapa no habrá gasto de combustible, los cosmonautas podrán estar allí todo el tiempo que consideren necesario para estudiar la superficie lunar. Para el regreso, volverán a activar los motores de la gran nave. Próximos a llegar a la Tierra, la abandonarán en dos planeadores cósmicos que, con sus alas desplegadas y la estrella roja en sus fuselajes, los depositarán suavemente en el país de los Sóviets para convertirse en héroes de la humanidad.


    Así fue como Ary Abramovich Sternfeld imaginó el primer viaje tripulado a la Luna en Los vuelos interplanetarios, un breve y popular libro publicado en la URSS en 1957. Ese mismo año, en Buenos Aires, la editorial Lautaro publicaba su versión castellana ilustrada con imágenes dignas de los mejores cómics espaciales de la época. Nacido en Polonia en 1905, Sternfeld se graduó en la célebre Universidad Jagellónica. En Francia realizó estudios de ingeniería en el Instituto de Mecánica de la Universidad de Nancy. Seguiría la Sorbona, en donde aspiró a lograr su doctorado realizando una disertación acerca del tema que siempre lo había fascinado: los viajes espaciales. El problema fue que sus tutores tenían otros planes. Le ofrecieron tentadores fondos y tiempo ilimitado si se dedicaba a la teoría del corte de los metales. Sternfeld declinó la oferta. Militante comunista, sus primeros artículos acerca de los viajes espaciales aparecieron en L`Humanité, el periódico oficial del Partido Comunista francés. En ellos desplegaba un amplio abanico de problemas tecnológicos en torno a la exploración espacial, destacando el trabajo de pioneros como Robert Goddard, Hermann Oberth o Konstantin Tsiolkovsky, con quien se carteaba regularmente desde 1930 (ver Sueños cósmicos, EdM, octubre 2011). Sternfeld consideraba que el mezquino mundo del capitalismo jamás se ocuparía de los inevitablemente costosos viajes espaciales. Sólo una sociedad socialista, la única que estaba genuinamente interesada en el progreso de la humanidad como un todo, tendría un lugar para ellos. “Será - escribía - la sociedad socialista la que dominará el espacio”. De allí que en 1936 tomara la decisión de radicarse en la URSS. Con él viajaron los borradores de su frustrada tesis doctoral, que se transformarían al año siguiente en su Introducción a la cosmonáutica, un gran tratado en el que ofrecía una panorámica completa de las ciencias del espacio.
No resulta casual que en los años veinte se expandiera en la URSS el entusiasmo por los viajes espaciales y la conquista del espacio. Eran tiempos en los que las vanguardias rusas impulsaban, con una estética radicalmente rupturista, el descubrimiento de nuevos mundos. Una atmósfera espiritual, por así decirlo, en la que la obra de artistas como Vasily Kandinsky, Kazimir Malévich y Pavel Filonov podían convivir en armonía con el Letatlin, la nave voladora de Vladimir Tatlin, las maquetas de las naves espaciales de Tsiolkovsky y el cohete alado diseñado por el científico Fridrikh Tsander. A diez años de la Revolución de Octubre el Departamento Interplanetario de la Asociación de Inventores-Inventistas organizó una “Primera Exposición Universal de proyectos y aparatos, mecanismos, dispositivos y materiales históricos interplanetarios” que tuvo una aceptación más que entusiasta entre la comunidad artística. No sorprende entonces que un arquitecto como Georgy Krutikov diseñara poco tiempo después insólitas ciudades voladoras, un artista como Solomon Nikritin pintara zeppelines junto a extrañas naves espaciales y un escritor como Alexander Bogdanov dividiera su tiempo creando relatos de ficción y diseñando naves espaciales. Bogdánov publicaría en 1927 Estrella roja, una novela utópica en la que se describía una sociedad socialista ideal ubicada en Marte. Los marcianos se encargaban de enseñarle al protagonista, el terrícola Leonid, la armónica y justa vida que llevaban en su planeta. En esta suerte de fiebre soviética por los viajes espaciales el planeta rojo era una parada obligada. En 1924 un grupo de entusiastas fundaba la Sociedad para el estudio de los viajes interplanetarios. Tsander, uno de sus impulsores, se encargó ese mismo año de dictar en su seno una conferencia en donde exponía las posibilidades tecnológicas de viajar a Marte. Llegó incluso a plantear la instalación de bases marcianas permanentes, pues, según todos los indicios, el planeta reunía las condiciones mínimas que hacían posible la vida humana. Atento a lo simbólico, Tsander expresaba que “Marte es también considerado una estrella roja, y éste es el emblema de nuestro gran ejército rojo”. ¿Habrán Inspirado estas palabras a Bogdánov? Lo cierto es que la idea flotaba en el ambiente. O, mejor dicho, en el espacio.
    La literatura no tardó en impulsar al cine soviético rumbo al espacio exterior. Basada en una novela de Alexéi Tolstoi, el director Yákov Protazanov estrenó en 1924 Aelita, la reina de Marte. Dos terrícolas, el ingeniero Loss y el soldado Gusev, viajaban a Marte con el objeto de reunirse con la reina Aelita y convertirse en protagonistas de la gran revolución popular que terminaría por destronar a Tuskub, el viejo autócrata marciano padre de Aelita. Protazánov fue galardonado por esta película con un Diploma de Honor en la Exposición de Artes Decorativas de París en 1925. Aelita fue vista en la mayoría de los países europeos y hacia 1927 se proyectó en algunos países latinoamericanos. La saga de películas soviéticas de viajes espaciales proseguiría en los años treinta; buen ejemplo de ello es El viaje cósmico (1936), producida en los célebres estudios Mosfilm. Su director, Vasily Zhuravlev, contó con el asesoramiento técnico del mismísimo Tsiolkovsky. Dos cohetes, el URSS 1 José Stalin y el URSS 2 Kliment Voroshilov, despegaban desde la futurista Moscú de 1946 para depositar al científico Pavel Sedikh y sus ayudantes sobre la superficie lunar. En pleno auge del cine sonoro la película se rodó muda para que pudiese ser proyectada en todos los rincones de la URSS.
¿Sorprende entonces que Sternfeld se ocupara de los viajes a Marte en su libro sobre los viajes interplanetarios? De manera similar al viaje lunar, una gran nave espacial arribaría al planeta rojo para orbitarlo y estudiarlo detalladamente, preparando el terreno para que una segunda expedición descendiera sobre su superficie. Podrían incluso instalarse bases de investigación y retorno de cosmonautas en Fobos y Deimos, los dos satélites marcianos. Recogiendo los ecos de las palabras de Tsander, Sternfeld citaba las investigaciones de astrónomos soviéticos que sostenían que en Marte había oxígeno y ciertas formas de vegetación, datos que permitían pensar en su ocupación permanente. La baja densidad de su atmósfera obligaba a diseñar bases herméticamente cerradas bajo presión y temperatura adecuadas para hacer posible la vida de los nuevos habitantes del planeta. Siguiendo las huellas de Estrella roja, estos proyectos se encargaban de señalar que los primeros marcianos serían socialistas.
    En los años sesenta los periodistas Míjail Vasilíev y Sergei Gúschev publicaban Reportaje desde el siglo XXI. Los científicos soviéticos pronostican el futuro, un libro en el que se combinaban divulgación científica y fantasías futuristas. Radiantes de optimismo e impulsados por los adelantos tecnológicos de su siglo, Vasilíev y Gúschev ofrecían a sus lectores una serie de entrevistas a varios científicos unidas por un tema común: el brillante futuro de la humanidad. Ambos autores no dudaban en considerar que los hombres de ciencia soviéticos eran los más indicados para semejante indagación, porque franquear la entrada de la Academia de Ciencias de la URSS era, como se lee en el prólogo, “penetrar en el siglo XXI”. El abanico de maravillas científicas y tecnológicas ofrecido era amplio y fascinante, desde el Sol artificial del profesor Georgy Babat, que hacia el año 2000 iluminaría a voluntad Moscú y toda su provincia, hasta las ideas del botánico Vasily Kupriévich para detener el envejecimiento humano y eventualmente abrir las puertas de la inmortalidad, a partir de sus estudios sobre la excepcional longevidad de la sequoia. Treinta y dos capítulos se encargaban de demostrar por qué el siglo XXI estaba destinado a ser el “siglo de oro de la abundancia”. Los viajes interplanetarios eran un capítulo destacado, como es de imaginar. Tras los viajes a la Luna y a planetas como Marte y Venus, el profesor G. Petróvich destacaba que “quedan por delante la exploración de planetas más lejanos, del espacio interestelar que rodea al sistema solar y las travesías a los sistemas planetarios de las estrellas más próximas”. Por muchas razones, las bases para las grandes naves interestelares debían instalarse lejos de nuestro planeta. Estos cosmódromos interestelares, que convertirían al de Baikonur en un muy modesto emplazamiento, podrían estar localizados en los satélites de Júpiter o Saturno, o en asteroides de grandes dimensiones. Petróvich puntualizaba que para lograr que una nave estuviera en condiciones de poner proa hacia las estrellas era necesario solucionar el problema de la energía impulsora. Si bien los motores de propulsión líquida tenían todavía mucho para dar, no eran lo suficientemente veloces para cubrir distancias interestelares. Había dos alternativas con futuro: los motores atómicos y los motores eléctricos. Los primeros presentaban tantos problemas que obligaban a agudizar el ingenio para resolverlos, mientras que los segundos presentaban mejores perspectivas, aunque tenían la desventaja del considerable peso y espacio de las fuentes de energía eléctrica. La idea del “velero cósmico”, ya planteada por Tsander en los años veinte, podía ser una solución. Se trataba de una nave rodeada de grandes y relucientes discos de espejos o placas que transformarían los rayos solares en la energía eléctrica necesaria para activar los motores. Estos veleros con central eléctrica incorporada tendrían una gran ventaja sobre las fragatas y galeones del pasado en los que se inspiraban. Éstos últimos siempre habían estado sometidos al capricho de los vientos. Sus émulos cósmicos no tendrían esa clase de problemas: estarían en condiciones de mantener un constante andar gracias a los torrentes ininterrumpidos de rayos solares que los alimentaban. La mejor posibilidad para logra el motor interestelar ideal, el increíble motor fotónico, quedaba para un futuro lejano. “Estoy convencido - afirmaba Petróvich – que llegará el día maravilloso en que la primera nave galáctica, amarrando a un asteroide metálico o alzándose de entre las piedras de Plutón, heladas hasta alcanzar casi las mínimas temperaturas, se prepare para iniciar su vuelo a través del cosmos interestelar.”
    Si bien los científicos soviéticos entrevistados por Vasilíev y Gúschev no plantearon la posibilidad de que los futuros cosmonautas interestelares estableciesen contacto con civilizaciones extraterrestres, hubo entre las filas socialistas del resto del mundo quienes sí lo previeron. Homero Rómulo Cristalli Frasnelli, más conocido como J. Posadas, fue un dirigente trotskista y líder sindical argentino que postuló una forma bastante peculiar de socialismo. Fundador del Partido Obrero Revolucionario Trotskista-Posadista y de una Cuarta Internacional Posadista en 1970, J. Posadas sostenía que existían civilizaciones extraterrestres de un nivel tecnológico muy avanzado que estaban en condiciones de ayudar, si se encontraba la manera de convocarlos, a una humanidad sumergida en la explotación capitalista. La base de su postura descansaba sobre la certeza de que toda civilización, en cualquier lugar del cosmos, sólo podía alcanzar los más elevados niveles de desarrollo tecnológico y moral si desarrollaba una organización social semejante a la del socialismo. Con la ayuda extraterrestre, la revolución socialista terrestre no tendría otra posibilidad que el triunfo. Una vez más la novela de Bogdánov viene a la memoria: de contar con la ayuda de aquellos marcianos socialistas el futuro de la humanidad podría estar asegurado. Resulta interesante pensar cuáles habrían sido las repercusiones de la célebre emisión radial realizada por Orson Welles en 1938 si su guión hubiese cambiado los marcianos de La guerra de los mundos por los de Estrella roja.




Alcides Rodríguez
Buenos Aires, EdM, Febrero 2012

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