Leer lo que (no) se dijo, por Roberto Pittaluga



Uno de los aspectos a través de los cuales la prensa gráfica tomó posición en relación a la dictadura iniciada en 1976 fue la construcción de una panorámica del momento político como un pasaje natural desde una situación de caos y violencia desintegradora de la nación, a una instancia de recomposición, orden y sensatez. Por eso titulaban que las fuerzas armadas asumían el gobierno o el poder. Asumir: tomar algo, pero en el sentido de la responsabilidad, de un deber, una obligación.


     Esta estrategia discursiva que expone la situación como pasaje de la crisis al orden es particularmente visible en la primera plana de Clarín del día siguiente al golpe, el 25 de marzo de 1976, donde título y volanta principal rezan “Total normalidad. Las Fuerzas Armadas ejercen el gobierno”. Ejercer el gobierno: como se ejerce un oficio o un derecho. Las imágenes que acompañan esas afirmaciones y naturalizaciones son la de los tres comandantes que integran la Junta Militar y una fotografía del centro porteño cuyo epígrafe aclara que en “la primera jor-nada del nuevo régimen … la actividad industrial y comercial se desarrolló sin inconve-nientes” y que “las calles del centro de Buenos Aires mostraron su aspecto habitual”. Esta primera plana resulta interesante por su estructura visual, que parece simular una balanza: volanta y título son el fiel del momento, y se sostienen en las dos imágenes que acompañan la tapa; a su vez, es la posición complementaria entre ambas fotografías la que permite estabilizar el montaje de textos e imágenes que finalmente construye una figura de equilibrio, dando una idea de estabilidad de la situación (y con ello de vuelta a la normalidad, a la norma, a lo “habitual”). El enlace entre ambas imágenes no es sólo por composición visual; también las conecta un epígrafe compartido, que narrativamen-te inicia la elucidación de lo que se ve a la izquierda para pasar luego al cuadro de la derecha sin solución de continuidad, estableciendo así un juego complementario entre ambas fotografías. Justamente a la derecha, una vista de la peatonal Florida (es la calle seleccionada) expone un tránsito de personas en ambas direcciones lo más alejado posi-ble de las figuras o representaciones de las movilizaciones sociales. Esta imagen “de la calle” se apoya en la fotografía de la izquierda, donde tres figuras rígidas, la de los co-mandantes militares de la nueva dictadura —en una composición de la toma que destaca por la simetría— semejan columnas de un nuevo panteón, y en “posición de firmes” pretenden ser la figuras vivas de los pilares fundamentales del orden y la normalidad; esta imagen de la izquierda juega visualmente como condición de posibilidad —y por eso también de fundamento de un reordenamiento social— que explica tanto el tránsito cansino del peatón como el vertiginoso deambular del agente de Bolsa o del emprende-dor comercial que se muestran a la derecha.
     El montaje expone, a la vez, que la de los medios es una posición anfibológica: a través de sutiles juegos argumentales y visuales pretenden mos-trar el acontecimiento desde un punto de vista exterior para poder ser un agente de su construcción como instancia legítima (y ese es el modo de ubicarse en su interior). El discurso —texto e imagen— adquiere la pretensión de la neutralidad de aquél que muestra una escena, como si no estuviera involucrado en el paisaje. Pero justamente se trata de una construcción del paisaje, de un recorte y una organización semántica de lo dado, que muestra y dice, a la vez que oculta y calla.
     Selección de palabras e imágenes que señalaban y ocultaban, que apuntaban y silenciaban: así la metódica exclusión de vocablos como “golpe” o “dictadura” para nombrar lo que sucedía en y desde marzo de 1976. No todo se explica por la censura, ni ha sido meramente un escamoteo de ciertos términos “fuer-tes” para poner en liza otros menos dramáticos, como si tratara de una moderación de las expresiones. Antes bien se fue constituyendo una terminología y una interpelación discursiva que eran portadoras tanto de una interpretación sobre situaciones y aconteci-mientos de aquella actualidad como de la violencia estatal que se había puesto en juego; palabras y discursos aptos, asimismo, para ser utilizados en ámbitos muy variados debi-do al carácter poco preciso de sus significaciones, y con la facultad —derivada de todo ello— para disponer comportamientos y actitudes. Un campo discursivo que si bien se sostenía en el ejercicio de la violencia —dirigida a un otro, el subversivo, acechante, omnipresente, potencialmente cualquiera— se caracteri-zó también por producir una significación latente, instituida en la conexión entre la re-presión y la figura de una nueva subjetividad emergente.
     Quizás una de sus más citadas ilustraciones haya sido esa frase aparentemente destinada a una mentalidad higienista: “el silencio es salud” se transformó en un cliché gracias también a una larga tradición discursiva que hizo de la metáfora biológica una de sus principales imágenes del orden social. Pero ni esa tradición ni el hecho de contar desde 1975 con una publicística fenomenal (fue re-producida en un enorme anillo que rodeaba el obelisco de Buenos Aires) fueron los mo-tores principales de esa popularización de la frase en cuestión: fue el pacto político que propiciaba bajo coerción el motivo de su conversión en saber popularizado para finalmente ser constitutiva de una figuración subjetiva; un saber que estimaba que si en la Argentina de Videla deberían morir todos los que fueran necesarios para resguardar el orden —como afirmó el dictador— era la pérdida de la palabra, de cierta pala-bra, lo que se exigía para no ser considerado subversivo y lo que se intercambiaba por la vida. Vivir implicaba transformarse en mudo, pero de una cierta mudez, de hondo contenido político (como el personaje que interpreta Federico Luppi en Tiempo de revancha, el film de Adolfo Aristarain de 1981, que debe perder en el silencio su pasado como activista sindical y sus tradiciones vinculadas a la memoria de la revolu-ción española).
     Construir una interpretación de ese pasado supone empezar por leer a través de esa mudez, leer lo que no se dijo, lo que fue ocultado, borrado, olvidado. Leer lo que falta es atender al malestar de un decir, a lo que está fuera de lugar, a lo que contradice el saber instituido, a lo inesperado y a contratiempo, a lo excepcional cuando resulta más fecundo para la comprensión. Leer aquellos signos que pasan inadvertidos pero que dicen antes del conocimiento sobre el que versan. Aquello que no se dice como tal pero igualmente aflora o se presenta allí donde menos se lo espera, exige una lectura sintomática de los restos. En la primera plana de Crónica del 29 de marzo de 1976 la noticia principal es la asunción de Videla como presidente. La fotografía del momento de su discurso en una “breve y austera ceremonia” es contrastada con la vio-lencia guerrillera en la muerte de un jefe policial y en la presunta detención de los sindi-calistas Herrera y Miguel. Sin embargo, el verdadero complemento y a la vez contra-punto de esa ceremonia “despojada” lo constituye la tira cómica “Lolita”, ubicada al pie de la tapa del diario: en ella y en ese preciso día, el hombre que mira lo que no debe ser mirado, es desaparecido. Hay, entonces, una preceptiva sobre cómo y qué mirar, o lo que es lo mismo, un mandato del lugar social de cada uno (y con ello de la vista posible); pero a la vez, bajo esta modalidad disfrazada, distorsionada, desplaza-da, en un lugar marginal de la arquitectura de esa primera plana, apelando al humor, aparentemente ajeno a la noticia, se abre paso lo no dicho del acontecimiento; emerge allí, como a contramano, en un lugar insólito, lo que no se nombra, la desaparición. 


Roberto Pittaluga
Villa Crespo, Buenos Aires, EdM, febrero 2012





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