Autor de un segundo himno al Colegio Nacional, que mal no hubiera venido si lograba reemplazar al mamotreto de corcheas aún vigente, el doctor Ernesto Garrido tuvo en vida una última voluntad muy inusual para una época en que los últimos deseos de una persona podían cifrarse en un más bien magro repertorio de caprichos: quiso que cremaran su cuerpo. Crematorio en la ciudad no había, por lo tanto el engorroso trámite hubo de hacerse en Buenos Aires. Y, porque a la verdad hay que decirla, allí fue a cumplir con el antojo solo uno de sus dos hijos. El menor, Juan Carlos, no fue de la partida. No se hablaba con su padre desde hacía unos cuantos años, si por no hablar entendemos desde ya un saludo a media asta en fechas familiares o litúrgicas y el mínimo intercambio de información requerida para que las cosas no pasen a mayores. Isabel, la viuda, prefirió también quedarse en casa. Ernesto Garrido, cuya calle empieza al 3400 de Estomba y se extiende por tres cuadras sin asfalto, no fue lo que se dice un padre ejemplar. Y no por defecto sino por exceso. Mesura, puntualidad, rigor, esfuerzo, responsabilidad fueron algunos de los escalones por donde él solito se subió a un pedestal tan alto que requería del oxígeno de otros para poder respirar. Convencido de que la poesía pasaba por Priluzky Farmy y la filosofía por Julián Marías, no hubo sobremesa en donde no incluyera algún aforismo que diera cuenta de las ilusorias complejidades del tema en cuestión. Como buen abogado, fondeaba el vicio por la historia argentina en las aulas del Colegio Nacional. Severísimo, exigía genealogías, tratados y batallas con precisión de cirujano. Un retrato de pinceladas más bien rápidas como el que llevamos no debe omitir que Garrido, un amante de lo que él mismo llamaba buena música, era un aceptable pianista aficionado.
El himno que había presentado a la dirección del Colegio en 1949 era, bien leído, un libelo que pretendía dejar las cosas en claro sobre qué clase de gobierno es el peronista. Pero el himno no se aceptó sencillamente por cuestiones de burocracia institucional y no por haberse descubierto entre líneas alguna diatriba. Cambió la letra, que no la melodía, y la nueva composición fue consagrada como himno al Concejo Deliberante de la ciudad en 1964. Acaso sea por ello y por ciertas columnas bien antiperonistas que supo escribir en diarios locales que, en 1977, bautizaron la calle con su nombre
El hijo mayor siguió sus pasos. Terminó la carrera de Derecho muy a desgano cuando descubrió que lo suyo era otra cosa. Acaso, el teatro. Juan Carlos, el menor, ya se ha dicho, no había querido estudiar. Terminó poniendo con un amigo una de las primeras boites, como entonces se les decía, de Bahía Blanca: Maya. Un tarambana.
Cuando Garrido se enteró del cáncer no cayó ni en la autocompasión ni en nada que hiciera rebajar su figura.
Una noche reunió a la familia, nueras incluidas. Somos hijos del tiempo, comenzó diciendo en la sobremesa. Somos el tiempo que a sí mismo se piensa, continuó. Dos o tres cosas más en el mismo tono hasta que se levantó y trajo del escritorio un reloj de arena. Lo había visto en una tienda de antigüedades de calle Donado poco después del diagnóstico y la idea le vino de inmediato. Sus cenizas debían reposar en el reloj para reforzar en sus hijos y en sus nietos la idea del carpe diem. Disfruta el día, muchacho. La vida pasa muy rápido, dijo esa noche a Isabel cuando apagaron la luz. Después, algo más sobre Juan Carlos y el primer nieto anunciado unos meses atrás. Como siempre, no se dejó abrazar. Isabel lloraba culpas casi en silencio y por distintas razones ninguno de los dos durmió esa noche.
Falleció al otro año, en el otoño de 1971, a la madrugada. Los trámites se hicieron tal cual lo previsto. De regreso en Bahía Blanca, el reloj de arena ocupó inmediatamente el estante superior de la biblioteca del escritorio. No le duró mucho la impresión a Isabel, y con el tiempo quedó reducido casi a un adorno más, si no fuera porque un día, mientras enceraba los muebles, reparó en que las cenizas de su marido demoraban en pasar de un lado a otro del reloj casi casi trece minutos. Trece minutos: lo que tardan en cocinarse los huevos duros. No dijo nada. Juan Carlos, que también había hecho la misma comprobación, guardó silencio hasta que sus hijos fueron grandes. Isabel dos veces cedió al impulso de controlar la cocción de los huevos. Y, cosa curiosa, en ambas ocasiones cocinó pastel de papa. Avergonzada, no se permitió una tercera gastronomía. Y para no caer en la tentación y librarse de todo mal, sin decir agua va, donó el reloj al Colegio Nacional, donde hoy se exhibe como lo que no es, en una vitrina junto a una de las primeras Olivetti, dos o tres libros de ciencias naturales del año veinte y un mapamundi donde Austriahungría ocupa una generosa porción de Europa.
Luis Sagasti
Bahía Blanca, EdM, marzo de 2012
0 Comments