Mientras la mayor parte de los humanos se la arregla para acumular 32 dientes en la cavidad bucal, Freddie Mercury tuvo que vĂ©rselas con una dentadura “supernumeraria”, que le traicionaba eventuales siseos entre frases y, seguramente, especulo yo, batallas precoces en las que el legĂtimo ego brillaba, herido y victorioso, por sobre las burlas infantiles.
¿Por quĂ© los padres no le pagaron una buena ortodoncia, algo que atenuara la prominencia caballuna, el indisimulable exceso, tan semejante obscenidad en la cara? ¿Entendieron con sabidurĂa zoroĂ¡strica aquella sana manifestaciĂ³n corporal? ¿Intuyeron, en una de esas corazonadas, que en esa expresiĂ³n del calcio se cifraba la fuerza existencial de quien pronto serĂa la yegua indĂ³mita del rock? ¿SabĂa ya el propio Freddie, entonces todavĂa encubierto bajo su nombre parsi Farrokh Bulsara, que una verdadera reina jamĂ¡s se altera el cuerpo, que sus defectos estĂ¡n llenos de nobleza, que sus anomalĂas son signos de distinciĂ³n? Probablemente sĂ. Por eso luego, revelado al mundo en su advenimiento como hijo del dios Mercurio, dijo: “Siempre supe que era una estrella, ahora parece que el mundo estĂ¡ de acuerdo conmigo”. Y dijo tambiĂ©n, en un gesto crĂstico: “Mother Mercury, look what they’ve done to me”.
No es nada nueva la sospecha de que entre los defectos fĂsicos y el arte se dan extrañas y productivas relaciones, pues entonces al artista se le plantea una doble insatisfacciĂ³n y un doble desafĂo: la recomposiciĂ³n de un mundo roto y la reparaciĂ³n corporal. Lo irĂ³nico es que esa segunda enmienda, la de la reparaciĂ³n corporal, toma a veces el camino doloroso de la autoabyecciĂ³n, de la ironĂa, de la burla Ăntima como dulce consuelo. Y es asĂ como lo que era defecto y miseria genĂ©tica se convierte ante la mirada inĂºtil de los mortales en el objet trouvĂ©, la marca familiar y de pronto divina de un animal distinto.
SerĂ¡ por eso que cuando busco a Mercury en las imĂ¡genes de Internet, me maravilla una y otra vez la mordida atroz al aparente vacĂo. Aparente porque allĂ, donde no hay carne ni carroña, Mercury mastica ondas sonoras convertidas en himno, en sĂºplica, en blasfemia. Ofreciendo las fauces abiertas, Mercury se entrega a un pĂºblico que no es un pĂºblico, es una feligresĂa enloquecida y devota. AdemĂ¡s, sin esos dientes, querida Caperucita, Mercury no hubiera podido sonreĂrle al Sida con la rebeldĂa glamorosa de una reina.
Sin esos dientes, en fin, Mercury se hubiese asimilado a la belleza estĂ¡ndar de los cantantes de rock. Y no, no, por favor; una bestia sensual, un guerrero de los ochenta, necesita siempre de una dosis clara y conmovedora de fealdad. Algo con quĂ© abominar de los tibios.
Giovanna Rivero
Santa Cruz, Bolivia/Florida, EE.UU., EdM, abril 2012
2 Comments
Una muestra de cĂ³mo el rock puede ser liberador, un escenario que lleva las traciones del cuerpo a una estĂ©tica, como lo hicieron Mercury con sus dientes, Bowie con su pupila permanentemente abierta e Ian Curtis con un baile Ăºnico que remedaba sus ataques de epilepsia, en y fuera de la tarima.
ReplyDeleteTe estas pasando de masticar coca, deja de escribir pavadas! Ni me quiero imaginar tu dentadura...
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