Stanislaw Lem (1921-2006) y Elías Castelnuovo (1893-1982) nunca se vieron, ni supieron de la existencia el uno del otro en sus extensas vidas. Las obras literarias de ambos no podrían ser más antitéticas, en uno la ciencia ficción fue una coartada para abrir una grieta de reflexión en sociedades cada vez más masificadas, en el otro las masas fueron su principal punto de referencia y anhelaba escribir por y para ellas. Lem nació en Lvov, cuando aún era una ciudad de Polonia, no todavía de la URSS ni luego parte de Cracovia, en una familia con un padre doctor de gran prestigio de quien heredó la vocación por la medicina; Castelnuovo era hijo de un obrero que había emigrado a Montevideo y fue albañil, plomero, linotipista, maestro, carpintero, periodista, y hasta médico autodidacta.
Pero si los encontramos juntos sin que ellos, y acaso nadie más, lo adviertan, es porque ambos tuvieron una manera particular de asomarse a la industrialización de la muerte, es decir, al genocidio. Y asomarse es un término atinado, porque es impreciso y porque no hay dos que extiendan el cuello de igual modo para mirar lo mismo.
Cuando en junio de 1931 Castelnuovo partió en su viaje a Rusia dejaba atrás un pasado anarquista y se acercaba al comunismo. Logró avalar su viaje como corresponsal de La Nación, aunque no fue en ese diario sino en uno del PC donde aparecieron sus crónicas de viaje. Yo vi en Rusia y Rusia Soviética, publicadas en libro entre 1932 y 1933, son una de las mejores muestras de lo que décadas después habría de llamarse Nuevo Periodismo. Y una crítica solapada al stalinismo en pleno ascenso, escritas por quien sólo pretendía la celebración de cuanto veía.
En su corta estadía en Berlín, antes de proseguir viaje en tren hacia Leningrado, Castelnuovo asistió a un mitin multitudinario de los nazis donde vio a Hitler enfervorizando a las masas. No reconoció allí, sin embargo, el huevo de la serpiente, al menos no lo explicitó; fue en Rusia cuando se asomó a lo que habría de pasar en poco tiempo. Un médico, en una de sus entrevistas, le contó de un proyecto que acababa de presentar a las autoridades: la creación de un crematorio gigantesco que habría de colocar a la URSS a “la cabeza de la antisepsia universal”. Un horno capaz de incinerar 340 cadáveres por día. El proyecto incluía una parte primordial, “la industrialización”. Considerando el desarrollo tecnológico, el médico higienista suponía que en poco tiempo la electricidad habría de suplantar la tracción a sangre, y con ello se volverían escasos los productos extraídos de los animales. Su propuesta consistía entonces en obedecer la máxima de Lenin, “No hay que arrojar nada a la basura”, y aprovechar los huesos humanos para fabricar peines y botones, la grasa para hacer jabón, velas, y cremas para impermeabilizar las ropas en invierno, y la piel “bien curtida” serviría para hacer valijas y tapizar sillones. Una vez conseguidos esos productos, se incinerarían los restos.
La industrialización tenía incluso, según su explicación, un sentido filosófico-científico: terminar con “el culto a los muertos” y clausurar así toda posibilidad de religión. “Mientras haya un cementerio en pie, habrá idolatría malsana, misticismo, oscurantismo y necrofilia. Mi lema es, entonces: muerte a la muerte. Si les arrebatamos los muertos a la religión, ¿con qué recursos podrá luego engañar a las masas?”
Horrorizado –aunque reconociendo que el objetivo no parecía del todo descabellado-, Castelnuovo corrió urgente a visitar un cementerio. Necesitaba asomarse a la tumba de su maestro Dostoievski.
Católica pero de ascendencia judía, la familia Lem logró salvarse, en 1942, de morir en la cámara de gas en Belzec, el primer campo de exterminio de los nazis. Una documentación falsa les permitió escapar del ghetto antes de que los trasladaran. Lem trabajaba en la resistencia. Siempre sería un resistente, al terminar la guerra abandonaría la medicina en 1948 para evitar el ingreso al ejército soviético. Al otro lado del Atlántico, Castelnuovo se había afiliado en 1945 al PC del que rompió cuatro años más tarde para adherir el peronismo, el nuevo movimiento de masas en el país. Había escrito ya sus libros más reconocidos; Lem recién publicaría su primera novela en 1951, y una década después, entre tantas otras, daría a conocer Solaris, y más tarde el exquisito Vacío perfecto (1971).
Ese libro, compuesto por una serie de críticas a obras literarias inexistentes en las que ironizaba a las diversas tendencias estéticas y teóricas del momento, fue el anticipo de Provocación (1984). Otra novela construida de críticas reales sobre libros que sólo se hacen verdaderos mediante ellas. Pero esta vez no es la literatura el denominador común que las convoca, es la crítica misma la que propone reunir el examen sobre dos libros que, aparentemente, no guardan ningún vínculo. Uno es la supuesta obra de un antropólogo alemán que se propone analizar la concepción del mal en el nazismo. El otro es un libro en que dos autores anglosajones se proponen presentar todo lo que se está haciendo en el mundo, simultáneamente, durante un minuto.
Así como Castelnuovo escribió por adelantado una valiosa pieza de Nuevo Periodismo, Lem compuso uno de los ensayos más sugerentes sobre el genocidio nazi pero a través de la ficción. Al menos diez tesis pueden encontrarse sobre la antropología del nazismo, y una enorme cantidad de preguntas. ¿Por qué en ningún documento dejaron expresada su voluntad de exterminio si lo que se proponían era una acción de la que estaban convencidos “racionalmente”? ¿Por qué se decidieron por mantener un doble lenguaje y referirse a “deportaciones” y a “solución final”? ¿Por qué si los judíos eran “parásitos” tuvieron en todo momento la intención de martirizarlos? ¿Por qué desnudaban a los judíos antes de asesinarlos masivamente y no, por ejemplo, a los miembros de la resistencia?
El “crimen industrializado”, dice el crítico-narrador, necesita una “sociedad profesional de la muerte”, una conformación sin precedentes de ingenieros, médicos, peritos y obreros para la cual resultan inútiles las categorías de culpa, castigo, memoria y perdón. Los nazis, además, combinaron ese “crimen industrializado” con una estética: el kitsch. Fue, sostiene, la esencia misma del nazismo. El kitsch como imitación de algo que alguna vez tuvo resplandor en la cultura de otro tiempo y que no hace más que desgastarse hasta el olvido en su evocación; el kitsch, que nunca es vivido como tal por quienes lo practican, impone su vulgaridad en “la involuntaria ridiculez y pomposidad de unos símbolos inflados hasta el límite”, sea en los uniformes, los gestos, en la arquitectura monumental y en la arquitectura de los campos de concentración. ¿Cuáles fueron las fuentes que ese kitsch usaba y olvidaba? La Antigüedad Grecolatina, y dentro de los campos, en el punto cúlmine de la industrialización de la muerte, el relato bíblico. De allí tomaron el diseño de su dramaturgia y la escenografía para que su “matadero humano” cobrara visos de apocalipsis. Desnudos se presentan los hombres ante el Juicio Final; desnudos y en multitud, nunca solos, se instalan ante la severidad del Todopoderoso que casi no actúa, él es la fuerza automática que ha generado esas acciones que “se” ejecutan. Como los nazis, dice el crítico, querían ocupar el lugar de Dios, empezaron por destruir a su pueblo elegido.
Pero, ¿cuál es el paisaje desconocido al que se asomó Lem? Porque Castelnuovo había entrevisto el futuro de la industrialización de la muerte en Rusia, y más de diez años antes de que los nazis implementaran “la solución final” desde Alemania. ¿Quién más se asomó a mirar tan lejos en esos días? Es necesario decir que no es la crítica al primer libro examinado en Provocación donde el kitsch adquiere su mayor importancia. Allí Lem sólo tiende su mirada sobre el pasado y traza una lectura tan corrosiva como sugerente. En el segundo libro criticado, One Human Minute (1985), de J.Jonhson y S.Johnson, todo lo anterior parece distante, olvidado, desconectado de lo ocurrido exactamente cuarenta años antes, y por eso mismo es donde el kitsch, ni siquiera pronunciado, deambula en la esencia que habita a nuestro alrededor.
¿Es realmente necesario que exista un libro como el Johnson y Johnson? Es la pregunta que se hace el crítico-narrador de Provocación y que se contesta amparado en una supuesta crítica aparecida con anterioridad en Le Monde: nuestra civilización, dice, no ha dejado nada sin cuantificar, medir, calificar, clasificar; para eso ha roto todos los mandamientos y prohibiciones, y no tolera que pueda existir algo que se le resista. One Human Minute es posible porque está hecho con el impulso producido por la industrialización de la muerte, la estadística. Su estética también es el kitsch, por eso olvida.
Castelnuovo encontró abandonada la tumba de Dostoievski. Y eso le pesó tanto como el hecho de enterarse de que el proyecto del higienista finalmente había sido aceptado por las autoridades. Algo se había roto para siempre. Dostovieski reaparece en las últimas páginas de Provocación, Lem lo convocó a través de su personaje de Memorias del subsuelo: el hombre que siente acorralada su libertad ante un mundo en el que el desarrollo de la ciencia y la técnica pretenden hacer de cada sentimiento humano un dispositivo mecánico.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, Argentina, EdM, marzo de 2012
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