Para Alex
Muchas canciones de Lhasa de Sela parecen de otra época. "La frontera" del disco The Living Road (2003) pudo haber sido escrita cuarenta o cincuenta años atrás, durante el tiempo de Chavela Vargas. La novedad en los discos de Lhasa es que sus canciones también podrían ser escritas dentro de cuarenta o más años porque con su canto trastoca los límites entre lo tradicional, lo clásico y lo actual.
Según cuentan, se inició en el canto durante un verano en baja California. Tenía menos de quince años y su hermana mayor, que había decidido pertenecer a un circo, instaló al costado de la casa un trapecio desmontable que llevaban de un lado al otro. Con los días, el ensayo de su hermana se fue poblando de espectadores improvisados, primero cinco, después diez, y al cabo familias enteras. Lhasa se dio cuenta de que ahí tenía público cautivo y entonces le prepuso a su hermana entretener a la gente mientras la gimnasta hacía sus ejercicios de calentamiento. De ese modo, a capela y viva voz, comenzó a cantar en público rancheras que cada día buscó y se fue aprendiendo según los pedidos de la gente.
Ese inicio le provee a su música un campo de fuerza que la libra de las inclemencias del tiempo, está fuera del tiempo, no es ni de ahora, ni está vieja, ni tampoco será comprendida cuando pasen los años; la música de Lhasa pareciera viajar directo desde su composición a todos los tiempos posibles.
Ese campo de fuerza está en el circo de su hermana. Es la frontera móvil de los nómades. Según cuentan las historias, las cuatro hermanas viajaban del este al oeste y de ahí a México, en el micro escolar que su padre había transformado en casa rodante. Una vida de gitanos que no se detiene para acoplarse a los tiempos, sino que lleva su propio tiempo a través del espacio. Un micro de niñas acróbatas y una cantora que viaja por América del Norte.
Es posible hacer números y ubicar esas historias de infancia en la historia de los Estados Unidos. Lhasa falleció en 2009, tenía 37 años, nació en el 72. El micro viajaba a fines de los setenta, principios de los ochenta. Ronald Regan. Pero cuando uno escucha la música de Lhasa, esos números no dicen nada, si pienso esa imagen de infancia y la intento comprender en sus canciones, entonces el micro pudo haber viajado por América también en los cincuenta o en los sesenta, incluso antes: los nómades y los circos se ríen un poco de las épocas. A las canciones de Lhasa les importa poco la época en la que están siendo cantadas, por eso su tristeza por momentos pareciera conectar con algo ontológico, son un tesoro ejemplar de que el arte no es únicamente histórico, pertenece también a esa frontera donde está el fundamento mismo de lo histórico. La mujer payaso, la cantante clown que afina su voz en todas las lenguas de América destruye las máscaras de lo actual, de la última moda y de la que quedó pasada. La voz de Lhasa entra por la oreja y convoca a ser sincero con el pecho que se estruja, conecta con algo tan lejano en el tiempo que demuestra que la canción es cuerpo. Nos deja desnudos frente a nuestros propios cuerpos.
Es como si la ecuación adorniana del artista como lugarteniente hubiera encontrado un refugio por demás inesperado desde la lógica del filósofo alemán: el nomadismo que se fuga de las clasificaciones y las modas, que se fuga del tiempo del mercado y del Estado para crear uno nuevo, indiferente al momento en que las cosas deben o no deben ser. Un nomadismo que comprende, porque Lhasa así lo entendía, que siempre el camino se hace al andar y que las fronteras siempre están en movimiento.
Pablo Luzuriaga (Buenos Aires)
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