Un domingo en colectivo, por Fernando Form






Cuánto es el mayor tiempo que estuviste afuera del país. A pesar de tener puesto el auricular en la oreja izquierda, la radio sonando, Patricio no escucha y menos se pregunta la pregunta. Tiene los pies enterrados en la arena todavía tibia, erguido como un dios en malla mientras cae el sol. Siente el bronceado en los muslos, pectorales y en la frente. Se enorgullece de igual manera, sin bajar la vista ni sacarse los anteojos, de haber atrapado el día en casi cada parte de su cuerpo, como de su hija, de su yate y de Sabrina. De su trabajo no, pero qué importa. Viendo desde antes de la orilla cómo el metro setenta y pico de Sabrina se agacha y abraza a Olivia, qué importa. La arena blanca, palmeras flacas, sin Esther, qué importan. Sabe que está a punto de entrar al mar, no a bañarse con ellas; al mar en yate, a navegar veinticuatro horas sin parar, con el motor no roto pero que hace ruido y lo que importa es que salga todo bien. Olivia abraza a la tía, la embauca y le deja en los bucles colorados un accidente, una estela de crema. Sabrina ríe porque sabe lo fundamental para conocer a Olivia. Que 1) su madre murió hace casi tres años, 2) es fanática de los helados en palito y 3) no deja que nadie más que Patricio se le acerque, y menos una mujer. Y Sabrina, que desde hace tiempo tiene los brazos tensos y quiebra las cejas, para Olivia es toda una mujer. Algo supone y algo le duele. Repara en la malla entera de flores verdes que tiene Olivia; entiende en el contraste con su bikini bicolor y sus lolas pesadas por qué la nena mantiene distancia. Sale del agua con el pelo limpio, arrastra el agua salada de las cejas, la frente y los rulos ahora lacios y descubre algo que estaba oculto en ella y en Olivia. Es un instante. El agua que a Sabrina le llega a las rodillas a Olivia le cubre las piernas. La marea sube y baja de a centímetros y Sabrina no puede dejar de ver hasta que pestañea tres veces. Es una imagen. La entrepierna de la nena parece apoyarse en la superficie del mar. Sólo ahí la malla es más oscura. Cuando ve que el palito de madera está flotando, dejando una saliva blancuzca con burbujas diminutas cerca de las piernas de Olivia, levanta la cabeza. No sabe si se desborda en algún gesto. Se convence de que no se ve, que no sabe, aunque tenga nueve. Para despistarla dice que lo tire a la basura. No. Sí. Un silencio. Sos mala, tía. En esas tres palabras está todo el humor de Olivia, toda la verdad del vínculo; la explicación de algunas dudas, de Patricio y cómo poner distancia ahora es casi un acto reflejo. Que para Patricio no existe. Sus nociones del bien y el mal se entienden por la negativa: cuando no sabe qué opinar dice yo ya me perdí, dando a entender o a sospechar que el error está en quien formula el enunciado y no en él, simple, padre y que por esas cosas de la vida terminó siendo un narcotraficante. Pero no consume, su hija es castaña clara, se podría decir rubia, sus padres siguen vivos y juntos, como si de lo último dependiera lo primero. Mirando a Sabrina que camina con el palito, goteando, en la mano, revisa en la memoria si está todo listo. La nafta, los víveres, la Taurus, los ladrillos, quiero ir al baño. Hacé en el mar vieja sin dientes, le contesta a Olivia, alzándola, exagerando la complicidad padre-hija como ella exagera sin paletas y sonríe, antes de que Sabrina, esquivando los dedos gruesos de Patricio repartidos entre la tela y la cola de la nena, dice yo también quiero. Vos hacé un pozo en la arena, como Rafa. Olivia larga una carcajada, Sabrina sonríe de costado, Patricio mira enamorado o enamorando a su hija, extraño a Rafa, una estrella, Sabrina vuelve al mar. Ya nos vamos. Mañana a esta hora estamos en casa con Rafita. Porque ellos tres están cerca, a un charco nomás, pero afuera del país.








Sabrina intenta leer a distancia. Agarra un mechón de bucles naranja y los acomoda tras la oreja. El mar que acuna al yate y la ausencia de Patricio le dan una confianza pasajera. Qué estás leyendo. Automáticamente nota la suavidad dirigiéndose a Olivia y no sabe si arrepentirse. La nena levanta la cabeza, Sabrina le sonríe a los anteojos caricaturescos por lo serio y el aumento, hasta que Olivia la enceguece con la linterna. De mi mamá, dice apretando el metal. Es lo último que Sabrina quiere escuchar, como Olivia la pregunta. Acalorada, pensando en retrucar con un y cómo se llama o y te está gustando, mejor se calla, suponiendo que para Olivia va a ser eso, un retruque o peor, un cumplido. Años de cuidarse violentando con el gesto y la palabra ahora la dejan sin saber cómo decir, sin hacer pie, infantil ante un infante. Olivia vuelve al libro y Sabrina a la moneda. La recorre con la uña del pulgar y se imagina al hipocampo, la cola espiralada, los ojos como estrellas. Se pregunta si es un pez. Le gusta que sea una moneda. La da vuelta, parece guiñarle el ojo a la luna y ve el diez, mitad erecto, mitad circular, igual al pez en la otra cara del metal o a Olivia, envuelta en algodón recién comprado con rayas verdes y naranjas, el torso recto, el elástico celeste y las piernas cruzadas, lisas, salvo por el moretón donde no son tan morenas. Jugando, Sabrina le dice sabés qué es esto. La pequeña se da vuelta y sosteniendo los anteojos con la nariz, busca, ilumina la moneda y Sabrina, sin pestañear, hace una pausa en la piel clara, más fresca, entre la axila y la tetilla de su sobrina. Una moneda de Singapur, le contesta Olivia. Sí, y el animalito; un caballito… de…Es un hipocampo, corrige la nena y Sabrina razona con razón no tiene amigas. Quién quiere preguntar para escuchar no lo sabés o lo decís mal. Como si vengara a su padre, Olivia lee, crece, para esquivar mejor, para inventar el mal que el que de enfrente aqueja y dice exacta con el ánimo cuando él dice yo qué sé, me perdí. Patricio es puro actuar. Sube a cubierta transpirado, abrochándose la camisa de manga corta y antes de prender el farol Olivia le grita Tripa, dejando el libro como desabrigándose. No te quemes. Devolviéndole la mirada a su hija, inmune al fuego, Patricio sufre la colisión de momentos. Hace cinco minutos dejó todo listo. A centímetros de la almohada, del peluche y de la malla verde. Aunque la deja tomar helado después de la cena, Olivia se encapricha, se pelea con él y Sabrina se regodea por dentro. El yate se ilumina, Olivia apaga la linterna, Sabrina corta una feta de jamón crudo. Patricio le guiña un ojo a Sabrina, señalando el camarote de la nena, sin romanticismo de por medio. Ella mueve las cejas y untando el pan con pasta de aceitunas, se pregunta por qué no habrá dejado el negocio. Dejala comer uno. Se arrepiente por decir, no por tratar de convencerlo de algo pidiendo lo contrario, no por mentir sino por la brusquedad con la que él contesta. Por ponerlo más nervioso. Pero sin pensar lo dice, de algo no se rinde, y se hace cargo de la nena, que ella se ocupa si después se siente mal, no es para que estés rabioso, quedate tranquilo: no va a pasar nada. Patricio apaga la radio y se saca el auricular. La tiene siempre prendida y mantiene el cerebro partido en dos o como él dice activo en dos, si enfrente hay una hembra, como él no dice que las piensa. Quizás porque necesite alguien que le hable; los últimos años con Esther compartieron la radio vespertina con todo el combo: la risa incitada, la charla en las pausas y escuchar gozando que del otro lado nadie los podía ni querría escuchar. Desde hace casi tres años apaga tan poco la radio como comparte con los demás la escucha. A Sabrina no le encanta. Según él, no la entiende. Ella aprovecha, se pone de pie y antes de elegir la música regula dos metros arriba la intensidad del farol, con el brazo del reloj de goma. Sabe que el vínculo no la deja libre de ejercer el trabajo de mujer de Patricio, estirando la figura, abriendo el costillar; corrige el orden de su pelo mientras atrapa el short de jogging con la cola y apoya los talones, roza una lola como distraída con el antebrazo, tratando de no ser tan obvia, como si no se conocieran de toda la vida, buscando la sonrisa de Patricio con cien ojos de sorda.





Sonata in B minor K87. Olivia ve en la pantalla turquesa del equipo de música cómo se desplaza, de derecha a izquierda, lo que está sonando afuera, sin poder entenderlo bien. Con el pecho agitado y una saliva escasa pero densa, tanteando hasta encontrar los anteojos, se levanta de la cama y mira el cielo. El cable que trepa cinco escalones y cruza la escotilla abierta la guía hasta afuera. Están en la mitad de la noche, a mitad de camino, y el mar aunque esté cubierto de estrellas está cerca de nada. Ella va hacia la luz que tiembla y que sumada al piano y a las risas hacen crecer un miedo que le cuesta admitir. Contradictoria en los pasos, no sabe si se acerca al cielo o al infierno y dice papá. Separan los labios, ya no se abrazan, Patricio contesta y Sabrina la ve parada a unos metros con una remera que le llega hasta las rodillas y sobre los anteojos, llegando a los hombros, el pelo demasiado revuelto, piensa Sabrina, para lo poco que durmió. Duda o desea. Quizás sea el vino, los celos o el arrebato, el sexo cancelado en definitiva, pero no le cree a Olivia cuando dice tuve una pesadilla. Se hace a un lado y la nena se sienta en la rodilla de su padre. Mira de reojo a Sabrina, que está atenta a cómo el cuerpo se acomoda y reacomoda en el muslo de Patricio. Sabrina supone que él mantiene lejos a su hija, donde no se nota ni hay que dar explicaciones, y mientras la nena intenta confesarle al papá el terror vivido hace minutos, en el sueño, él le dice las ojotas Olivia, sacate las ojotas, te podés caer. Ella hace como si no escuchara y le agrega granizado a la historia que Patricio escucha incómodo. Sabrina se entretiene viendo cómo él evita que su hija le apoye la mano en dónde ella estuvo hasta hace un rato porque todavía está vibrando. Soñé con un payaso ahogado. Ahí, en el mar. Y con la otra mano abraza el peluche. Sabrina se para, borracha como para convencerse de que está más, y sonríe pensando en un payaso abogado. Se encandila con dos lugares: la piel oscura de Patricio siendo asiento y la de Olivia sin olor, acercándose a la malla de él, tratando de sentarse de una vez por todas y relatar la pesadilla, tomar helado y él se la saca de encima. Apoya una copa de vino con olor a cerveza y Olivia, sin decir nada ni poder correr, va a buscar helado pero Sabrina ya lo trajo. De mejor humor, ahora cómoda, rodeando el muslo de su padre con las piernas, la nena abre el helado y patalea contenta, haciendo todo más difícil para Sabrina, que le saca las ojotas, se detiene en los dedos y en un pataleo ve que no ve nada. Él le hace un gesto con la copa que lo único que entiende Sabrina es que es grotesco. Mientras le llena el vaso, una gota de sudor le cae por la nuca y cruza el aire con la vista, es un ave carroñera, la entrepierna y siente un lugar puntual, pegoteado, en la suya. Sólo dudar si Olivia no tiene bombacha, tan cerca de él, le inyecta algo que lo goza por la aguja. Se empieza a mover. Sentada frente a ellos y mira. Como un radar; la proa en la nariz. No corrobora si tiene bombacha y no evita imaginar a su prometido encajando todo su ser en la cola de su hija. Los dos la miran. Escucha el medio de su cuerpo. El piano de Horowitz la tortura.





La pareja, el yate, los delfines y el amanecer: todo se derrite como un caramelo viejo en el cristal del objetivo. Desde lo más alto del yate, con una mano en el timón y en la otra los binoculares, Patricio mira: a cinco o seis kilómetros hay otro barco, otra pareja y entran en una zona que no llega a ser de tránsito. No es el sol que vuelve el mar violáceo o el coco que se huele, sino su primer departamento y el pulmón de manzana, los vecinos sin cortinas; son los Asahi Pentax y el recuerdo de Esther los que dejan inmóvil a Patricio. Esther en la penumbra. Esther todavía sin parir. Esther fumando. Esperando a que él termine de espiar para poder hacerlo ella. Recuerdos que contrastan con los larga vistas opacos como el carbón que tiene ahora, los apoya en la madera, abre el cajón. No hay brisa. Busca pilas, saca el arma, cierra el cajón. Ve a lo lejos un crucero y se guarda el arma. Se olvida de Esther. Con los ojos bien abiertos, la frente en cruz e inflando el pecho, Patricio siente que vive para adelante o sigue adelante viviendo olvidando atrás. Sabrina grita, dice Tripa varias veces desde abajo y él no contesta. A Olivia le duele la panza. Sabrina lo imagina ridículo y en silencio, ofuscado porque encima lo llama por el apodo, que no va a contestar, y como lo llamó más de dos veces y es por Olivia ella se permite enojarse, Olivia se siente mal y ella sabe que él escucha. Sin respuesta se mete entera en el camarote de la nena. La vigila. Olivia de vuelta está dormida y destapada, sin otra pesadilla. Es que se siente mal. Imagina a Patricio timoneando, escuchándola gritar, decidiendo sin hacer; tomando agua, sin hablar. Justificada a medias para castigarlo, examina su fortuna de carne y hueso. Piensa si también es para castigarse. Observar a Olivia desarmada entre las sábanas. Seguro que a alguien castiga violando con los ojos los ojos cerrados de la nena. Corrobora que anoche eran las ganas: Olivia sí tiene bombacha. Boca arriba y con una gota atravesando el cachete izquierdo; con los brazos en forma de esvástica saliendo de la remera adulta y el ombligo tenso, Olivia duerme y respira fuerte y despacio. Del ombligo de la nena para abajo las cosas son distintas. Entre el ombligo y la bombacha hay un espacio de piel fina abajo de una suerte de bruma. En esa rampa de piel hay una mancha de luz que sigue hasta la rodilla que está más levantada. Esa imagen, intercalada con los tobillos lastimados en cubierta, la canoa de saliva en la mejilla y los labios secos mantienen a Sabrina a ni un metro de distancia de la niña, sintiéndose formar parte de un fotomontaje. Aprieta los labios, se le ven más los dientes y que ella abra los ojos y que Patricio no aparezca. En vez de que pase eso sacude un milímetro la cabeza, se golpean las columnas de rulos, pestañea más fuerte y abre las manos. Las usa para hacer equilibrio, levanta los brazos y cada vez se agacha más. Un poco más. La bikini blanca y negra entra en los surcos. Si se despierta me mando, al contrario de lo que pienso en pedo pero por precaución no sonríe. Desde ahí abajo ya ve el pecho por senderos en cavernas que son los espacios de aire y luz que hay entre la piel y la remera. Arrugada, no le deja ver la cara de Olivia. Se acerca más. Desea que al menos esté despierta gozando muda. Se encierra mentalmente en una camisa de fuerza. Los oídos, los ojos, la nariz y la boca son su cuerpo entero. Escucha otros motores cerca pero está fijada en el algodón. Si hay motores él debe estar alerta. Va al algodón que está más tenso, no cerca del elástico de arriba sino entre las piernas, ajustado por la fuerza de la carne blanca. Acerca la nariz con miedo de querer besarla. Querer quiere aunque quiere no hacerlo. Saboreársela. Lamer de abajo para arriba. Parecen gajos de una mandarina lila, jugosos de sangre naranja. Imagina con un espasmo la altura de los dedos que, mientras corren la tela, rozan los pliegues más delicados y me paro que me cuelgue, la sacudo y la duermo. La quiere penetrar, se aprieta por arriba de la bikini húmeda, agachada y está a punto de cerrar los ojos. Una vez que se ata el pelo con un sólo movimiento, vuelve a concentrarse, vuelve a bajar, y apenas a centímetros los cierra y huele. No sabe si son dos olores o es el mismo, pero es atrás de un olor a anís que huele otro con más temperatura y agrio, que la tienta. Abre los ojos mientras vuelve de la primera excursión en su vida hasta esa tierra. Sus labios se dilatan y contraen mientras huele de nuevo pero más abajo, a la altura de la cola: en cuclillas, se masturba el clítoris con el pulgar, y con fluido en el segundo y tercer dedo se delinea los dos anillos, empastando la prenda. Desespera. El olor a niña traducido en la mezcla de perfume, algo de transpiración y excremento. A los motores ahora se les suman voces. Sabrina abre la boca, no para chupar, sino porque se le hace agua. No literalmente. No segrega más saliva. Es la ansiedad de no ser nada, no haber sido y del otro lado, en frente, en esa cama, abierta de piernas ofreciendo el mundo, la emoción en la garganta, lo encontrado, la justicia, el ser, estar más cerca y él no escucha desde hace rato nada ¡No se deja abrazar!, ¡no se deja abrazar por los compañeros! ¡Odio a esos jugadores! ¡Odio a esos jugadores! Patricio, que siendo las 6:52 de la mañana ya hace hora y media que tiene puesto el auricular izquierdo con la radio de onda corta, sonríe por primera vez en el día. Disfruta del programa; del comentario del que no es conductor. Del buen clima. De que Olivia esté. Atrás las rutas de espuma. No comparte la opinión. Tampoco le gusta compartir el gol con sus compañeros, pero le agrada que otros quieran abrazarlo. Él sonríe y piensa los entiendo. Se piensa entrador. Calculador y buen amigo. Sabe con exactitud el tiempo que falta para llegar. Para ver atardecer. Controlador. Para ver repeticiones. Deben estar dormidas. En un rato bajo. Y Sabrina en la otra puntase unta crema.





15.01. Olivia duerme. Tiene un candado en una mano y una lapicera en la otra. Los rayos rebotan contra los cascos de los barcos blancos. Los tres, Olivia, camarote, silencio, Patricio enaceitado y Sabrina tiene los documentos en la mochila, por si los paran. Quiere estar en casa. Deja de mirar el cielo y se vuelve sobre las pecas de su hombro izquierdo. Está acostada sobre un toallón. Se le secan las plantas de los pies, la espalda baja, la parte de atrás de la bikini y algo del pelo. Los omóplatos cuando fuma y estira el brazo sobre el agua. Apenas la salpica. Patricio hace que se incorpore. Le cuenta lo que le enseñó a su hija. Cómo abrir un candado con el capuchón de una lapicera, le enseñé, sí, recién, vos no sabés lo rápido que enganchó. Le habla sin los anteojos y se ven sus ojos verdes, sus párpados pálidos. Le cuenta le enseñé cuando murió Esther pero era muy chica. Olivia debe estar cocinándose dice Sabrina. Y él ya viene y va a frases como está mal de la panza y por eso está durmiendo, hasta roncando dice embalado y respondiendo a algo anterior ya habiendo tomado carrera… Hay que llevarla a nuestra cama. Sabrina se levanta; ve que él la sigue con una pregunta asomando por la piel curtida. Evita tropezar con pensar y se saca la parte de arriba de la bikini. Imagina los ojos de él ahí atrás y está segura, se da vuelta y estás viendo, que escucho suspiros. Se muestran los dientes. Suspiran. La distracción funciona. Ella se pone una camisa con las mangas arremangadas. Ve cómo él encuentra imantado la marca de los pezones. Se endurecen más en la camisa azul. Ajustada. En eso cae la cana.





Automatizados, se devuelven los saludos y los documentos. Patricio habla con el comisario y Sabrina, descalza, desfila una vez más la madera. Enfrente, acompañando al conductor, hay otro cana más joven, más moreno, que la mira sujetando la baranda. Ella imagina el verde militar raspando como un tenedor en salsa blanca; ella a él le da curiosidad por decirlo de alguna manera; saber si es toda roja pregunta sin aplomo en otro idioma. Sabrina apenas entiende, le relampaguean las cejas. Patricio ansioso prende el motor y se apaga. El comisario ya está en el patrullero. El motor tose pero la cana no mira. El ruido es más fuerte. Se vuelve a apagar. Insiste, no puede. No miran ni arrancan. Esta garcha no funciona. La cana tampoco avanza y Sabrina se asusta por ruido hueco. Acaba de hacerle un agujero puta que lo parió. Ella alcanzó a ver: de su yate salió algo disparado y le dio de lleno al patrullero no puede ser andá a buscar a Olivia ALTO AHÍ. Se suben tres policías y a Sabrina se le tuerce el horizonte, nuevamente los dos en estribor con la ley, un comisario. El agua chocando contra el yate trae a Esther a la cabeza de Sabrina y Patricio contesta sobre Timonel. Se arrepiente de haber leído a medias el libro de Biasotti. Con la mitad del saber de un Timonel que exige Prefectura Naval, con coimas y cocaína, casi quinientos kilos distribuidos inclusive en el camarote donde duerme Olivia; con el sol espejándole la frente y los labios blanco-tiza, Patricio agradece por dentro. Arrepentirse no es la actitud. Piensa rápido. Menos mal, Sabrina, que Olivia no está en nuestro camarote. Se siente como el culo porque la dejaste comer helado pero la dejaste, hiciste bien. Menos mal que no la pasamos al nuestro. Ellas se están llevando bien. Ve que pasan dos canas por delante suyo. Sabrina siente que uno, el de camisa color musgo, la roza y se deja. Tensa. Es el mismo de antes. Se vuelven a mirar. Patricio rinde examen en otro idioma y la ley salta del tema Documentación y Formalidades a Normas de seguridad con motores. Sabrina ve cómo el muchacho vestido de cana le mira las piernas y se detiene en la escotilla. No se siente abusada por ese tipo de cosas; siente algo genuino que por genuino no lo concientiza: teme por Olivia. Se le escapa una palabra y Patricio le roza la espalda. El comisario sigue sin hablarle, sin mirarla, y pasa a preguntarle a él por la Convivencia con la naturaleza, a lo que Patricio sincera el chiste hay que convivir, a falta de una viajo con dos. Ella piensa si Esther tuvo que escuchar algo así antes de morir. Mareas y Fondeo. El cana de los pantalones ajustados le dirige la atención a Sabrina, pero esta vez ido. Se mete en el camarote de Olivia. Averías e incendios. Sabrina desespera sin decir palabra, le pide a Patricio con la vista por su hija pero él sigue hablando de la hélice en otro idioma. Boyas, balizas y faros. Patricio mira de frente al policía y sobre su hombro el camarote de la nena. Sabrina tiene temblores internos. Pena porque Olivia no tenga a Esther y un recuerdo nuevo. Esther siendo la hermana mayor del mundo. Patricio rinde atraque. Esther defendiendo sin modales. Desatraque. Esther subiendo subiendo a los tumbos. Marcha. Con Olivia a upa. Alistamiento para viajar. Esther pagando los boletos entre quejas, como si entrara a su propia casa. Afrontando temporales. Esther abriendo la ventanilla sin respeto para que entre el viento y el sol de la tarde. Socorrer tripulantes. Con el pelo revuelto. Y una última vez Mantenimiento del motor. Las tres viajando, un domingo en colectivo. Solución de desperfectos. Sabrina aterriza a medida que Patricio vuelve al idioma. Concentrado en cómo actúa el comisario, oye los pasos para remolcarlos. El policía engreído está afuera del camarote, de vuelta en el patrullero naval. No lo vi pasar. No es el idioma, es que apenas la escuchan. Patricio se seca con los dedos la transpiración sobre el labio. Activo en dos, arranca el motor y por otro lado escucha al comisario hablando con otros. Mira el tablero, ya no hay ruido y acá la máquina dice que se rompió una sóla pala. Seguimos ordena el cana. Agradece que Olivia no se haya despertado y mira a su mujer. Ella no puede creer que estén remolcando a la cana. Patricio los invita a su yate. Sabrina va a ver por qué Olivia no se despertó. Está paranoica piensa él, invulnerable; se jacta amándola de que ella nunca exterioriza. El comisario le explica que no pueden abandonar el patrullero. Dice algo más en otro idioma, saltando de un yate al otro. Zarpan y Patricio grita gracias.






La familia es ese barrilete de plomo que tratamos de remontar todos los días. A pesar de tener puesto el auricular en la oreja izquierda, Patricio no escucha la radio y dedica toda su atención a colgar una guirnalda con Olivia. Arrodillado, hace el último nudo. Ella lo abraza y él antes de levantarse le dice tenés aliento a Rafa. Ella se enoja. Le dice todavía no vomité ¡Entonces el aliento a perro es mío! grita Patricio y Olivia ríe a carcajadas. Exagera, alza por demás los hombros porque hay conocidos, están llegando. Sabrina timonea. Prende la radio y no sabe lo que es pero lo conoce y cree que si lo escucha atentamente puede gustarle más. Ella se gusta más de lo que se gustaba. Ve a Patricio seguir un ritmo con el pie derecho y nota que está a tempo con la música que sintoniza. Sube el volumen y él canta, enseñándole a Olivia Fala. La sensación no es la instantáneamente posorgásmica, la reveladora, sino la de un poco después, cuando ya cayeron las esquirlas. En proa, Patricio y la nena miran hacia adelante, donde el atardecer ya pasó.





Fernando Form


Buenos Aires, EdM, Febrero 2013

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