Mi abuelo paterno no fue un abuelo estilo Little
miss sunshine. Un viejo de modales rudos, que
se picara el brazo, que me recomendara pornografÃa, y que esté todo
bien. Si mi abuelo paterno hubiese sido asÃ, narrar sobre él habrÃa
sido fácil. Todas mis narraciones habrÃan comenzado con un poco de
clima de época (una Buenos Aires, supongamos, con vicios londinenses
y peligros polÃticos), y habrÃan terminado en la exageración de
sus desmanes, de sus caracterÃsticas grotescas, y la muerte como
premio heroico a la vida bien vivida. Eso estarÃa bien. Yo hablarÃa
sobre ese abuelo cualquier noche, llamarÃa la atención con mi
relato engañoso, heroico. Pero no es el caso.
Sobre mi abuelo materno, en cambio, sà es fácil
narrar. Mi abuelo materno: un leñador de la selva misionera, con
dotes de macho cabrÃo, y dos familias paralelas. Una en el monte,
una en el medio de un pueblito. Hijos que, con el paso del tiempo, se
le fueron desperdigando por ahÃ, sus mujeres que envejecieron y
murieron, y una última conquista a sus setenta años: una
paraguayita veinteañera. Con ella, mi abuelo materno tuvo su último
hijo, a sus setenta y dos años. De eso hablo a veces. -Un semental-,
termino diciendo, como si yo tuviera algo que ver. De mi abuelo
materno también, a veces, habla mi vieja o mi tÃo. (Mi abuelo
materno vive, tiene ochenta años, un kiosco con mesitas en un pueblo
misionero. Si cualquiera de sus nietos va y pide una cerveza, el
viejo te cobra, te destapa y hasta te sirve, pero no te dice nada.
Vos le decÃs -¿Asà nomás le servÃs a tu nieto?-, el viejo
entrecierra los ojos, y te dice –Eh, nieto, ¿cómo está?, ¿qué
anda haciendo?-, -Nada, acá de paseo, ¿y usted, abuelo?-, -Muy
bien, muy bien-, dice él, te palmea y se va, sin decir más nada,
sin tener idea cuál de los nietos (hijos de paraguayos de paraguayos
de paraguayos) podés llegar a ser). A mi abuelo materno lo narramos
todos, es fácil. Lo acabo de narrar yo, inevitablemente.
En cambio, mi abuelo paterno es esta foto. Mi abuelo
paterno es la única foto de un viejo normal que aparece en las
imágenes del Google si uno tipea: “Viejo”. Un agujero en blanco
y negro. Un hombre que murió de diabetes a no sé qué edad, como
muere cualquier hombre, que trabajó toda su vida en negocios urbanos
sin riesgo y con ganancia modesta. Un hombre que se murió unos meses
antes de que yo naciera. -Mi mamá quedó embarazada y a los dos dÃas
se murió mi abuelo-, eso dirÃa si me obligaran a narrar algo sobre
él. InventarÃa una filiación mÃstica, dejarÃa entrever una
transmutación, algo asÃ. Pero nunca narré nada sobre mi abuelo,
porque mi otro abuelo siempre fue más fácil, porque no me sale
inventar mentiras tan berretas (ni siquiera sé cuándo, realmente,
murió mi abuelo paterno). En mi casa (que era la única casa en la
que yo pasaba el tiempo, porque no habÃa casa de la tÃa ni casa del
tÃo, y mucho menos casas de abuelas) nunca
nadie dijo nada sobre él. Siempre fue un silencio. Pero no un
silencio de secretos, traiciones o virilidades prohibidas, en
realidad, mi abuelo siempre fue un olvido más que un silencio.
Porque un silencio es una cuerda en tensión, un conflicto declarado,
aunque estático, un narrador de Faulkner preparando su relato. En
cambio, mi abuelo es un olvido puro. El hombre que nunca hizo nada,
un agujero en blanco y negro. El fracaso de una narración: una foto
falsa sobre la que no hay nada que decir.
Bruno Petroni
Buenos
Aires, EdM, marzo 2013
Bruno Petroni publicó, en
2012, Los chicos y las guerras
en la Colección Brindis.
2 Comments
me gustó muchÃsimo este texto, inteligente, interesante, sardónico y con la virtud, siempre apreciable, de mostrar cómo es construir algo sin materiales visibles o tangibles: hace evidente el procedimiento, pero el tema duplica el recurso, eso !
ReplyDeletePetroni, el genio de siempre, inevitable sonreÃr cuando uno termina de leerte.
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