Rito de inicio y representación en Bioy Casares, por Edgardo Scott







Hacia 1936 Bioy
tenía veintidós años y ya había publicado varios libros. Los
había publicado gracias al deseo y apoyo económico de su padre, que
le corregía los textos, le pagaba las ediciones y a su vez le
ocultaba ese dato, buscando no herir el orgullo y las ilusiones de su
hijo. Publicó de esta forma Prólogo (1929),
17
disparos contra lo
porvenir
(1933),
Caos
(1934),
La
nueva tormenta

o
la vida múltiple de Juan

Ruteno
(1935),
La
estatua casera

(1936),
Luis
Greve, muerto

(1937).




Sin
embargo, en algún momento, casi todo escritor que no lo es, pero
quiere serlo, reconoce su impostura y sabe que nunca podrá escribir
bien
si no la desecha (tal vez ni más ni menos que eso sea escribir:
abandonar la impostura). Cansado de libros mediocres y sobre todo
ajenos,
habiendo abandonado sucesivamente las carreras de derecho y de
letras, hacia 1935 Bioy decide instalarse en Pardo para administrar
los campos (la estancia quedaba en el Partido de Las Flores, a poco
más de doscientos kilómetros de Buenos Aires); decide no salir de
ese claustro voluntario, hasta que no hubiera escrito un libro mejor,
un libro suyo, un libro que no lo avergüence. Y escribe así
La
invención de Morel
.








La
escribe con un plan nada desechable para un primer libro. “Lo
escribí –decía- menos pensando en acertar que en no equivocarme”.
Hace poco le comentaba eso a Selva Almada, respecto su novela
El
viento que arrasa
,
también una primera novela impecable, que parece responder y ser
otro gran ejemplo de la indicación de Bioy.







La estancia de Pardo
era su paraíso
perdido
.
Los primeros recuerdos de Bioy, siempre contó, estaban ahí. Tal vez
no fuera casual que cuando buscara encontrar su
origen literario, lo reconociera en Pardo. Cuenta que pasó en el
campo cinco o seis años, con viajes esporádicos a Buenos Aires. Que
no sirvió para administrar, pero que leyó incansablemente y
escribió y corrigió, hasta salir de su elegido ostracismo, con el
libro de la bellísima aunque irreal Faustine bajo el brazo.






En
La
invención de Morel
,
un prófugo, un perseguido, llega a una isla desierta. Le han
advertido que esa isla tiene una enfermedad contagiosa, que va
matando “desde afuera hacia adentro”. El narrador se acostumbra a
la isla y a lidiar con las mareas, los mosquitos, la falta de
alimento. Pero sin darse cuenta, a lo que no se acostumbra es a la
soledad. Entonces aparece Faustine, y antes de Faustine, aquel grupo
estrafalario que se mueve entre la capilla, el museo, el hotel, el
pequeño lote de construcciones de la isla. 


 






La
novela avanza y el narrador deja de espiar para entrar por fin (por
ese amor desesperado o por una desesperación amorosa) en las
distintas construcciones. Encuentra que todo está vacío y
arrumbado. Todo está en desuso desde hace tiempo. Salvo los
fantasmas y las máquinas de Morel, no hay nadie más en la isla. 


 






La
vida suele meterse, desfigurada, en la ficción. Los retóricos y
reaccionarios cíclopes del Ulises
de Joyce, nos detalla Ellman, se inspiran en quien fuera un
estudiante nacionalista del University College y después fundador de
la Gaelic Athletic Association, Michael Cusack. Entonces, ¿el
prófugo en la isla solitaria, deambulando entre construcciones
vacías no se parece bastante a ese muchacho que vaga solo por los
corredores oscuros de una estancia, tratando de pulir una frase y de
equilibrar un argumento? Los dos persiguen, finalmente, mujeres
imposibles: una es Faustine, la muchacha que lee y mira el atardecer
frente al océano, la otra es nada más ni nada menos que la
literatura misma, y el sueño de una novela perfecta. 


 






Con
La
invención de Morel

se inicia para Bioy otra vida. La experiencia lo ha tocado para
siempre. No es casual que en ese libro el protagonista, el prófugo,
el condenado muera: el escritor ha encontrado su destino y debe dejar
atrás su vieja piel. 


 






Por último, en La
invención de Morel

hay también una confianza, casi una fe poética en la
representación. Algo que se renueva en muchas otras obras de Bioy.
La representación sería más importante que cualquier amago de
sustancia. Así, el narrador entiende que para alcanzar, para
encontrar a Faustine, el único modo es grabarse
él
también

y entonces incluirse en aquellas proyecciones automáticas. “Cuando
me sentí dispuesto abrí los receptores de actividad simultánea.
Han quedado grabados siete días. Representé bien: un espectador
desprevenido puede imaginar que no soy un intruso.” No quedan
dudas, a partir de este libro, Bioy también dejaba de ser un intruso
en la literatura argentina, y se ganaba su propio lugar. Pero hay
algo más; en una entrevista, en el libro Palabra
de Bioy

-un libro de conversaciones con el periodista Sergio López- Bioy
cuenta una anécdota, una anécdota que si se quiere guarda plena
relación con lo anterior. Cuenta que cuando supo que su padre estaba
muy enfermo e iba a morir, él registró su voz en una grabadora,
“para tener el placer de oírlo cuando ya no estuviera”. Un día,
su hija, pensando en que Bioy no estaba al tanto de aquellas
grabaciones y que, al escucharlas, podría impresionarse, las borró.
Bioy dice, “es una lástima, porque me gustaría oír otra vez a mi
padre”. La representación entonces, en la poética de Bioy, es más
importante que lo Real, o en verdad es
una
forma de lo Real; ya que no podemos acceder a otra cosa, nosotros,
meras sucesiones de tiempo y lenguaje, que a las representaciones.




Gracias
a eso se hace menos triste no tener a Bioy. Porque todavía tenemos y
seguiremos teniendo por muchos años, la hermosa invención de Bioy,
aquella novela acerca de una rara y fantástica invención de Morel.









Edgardo
Scott





Buenos Aires,
EdM, marzo 2013










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