Juan Cortázar nació en Lima, Perú, en 1964 y actualmente viven Buenos Aires. Ha publicado la novela corta Tantos angelitos (Buenos Aires: Ediciones Del dragón, 2012). Su novela El habitante fue finalista en el concurso de narrativa Eugenio Cambaceres 2012, organizado por la Biblioteca Nacional de Argentina. “Las palabras” es uno de los cuentos de un libro que tiene en preparación.
Me gustan los hombres, dice él, un tipo ya maduro, con poco más de cuarenta años. Lo hace sin mirar a la terapeuta, que permanece en silencio. Piensa en las palabras que ha pronunciado, mientras sus dedos juegan con la cadena de plata alrededor de su cuello –un gesto automático, inconsciente, clara señal de ansiedad desde su juventud- y siente la necesidad de completar la frase me gustan los hombres con un eso creo… No se siente cómodo con el añadido, pero de alguna manera amortigua lo tajante, ¿lo hiriente?, de aquella frase. La terapeuta interviene, da vueltas a la idea de que sus sentimientos son por completo normales, luego pregunta: ¿qué piensa hacer ahora? Sin prestar mucha atención a la inquietud de la terapeuta, él sigue concentrado en la necesidad que tiene de atenuar la dureza de sus palabras con el eso creo. Es porque me ha tomado la mitad de la vida llegar a decir esto, piensa y recuerda las mil y una maneras en que su cuerpo, sus ojos, le insinuaron su preferencia, con terquedad. Pero él no escuchó, o no quiso, o no pudo escucharse. ¿Es posible oír algo que no se dice? Vienen a su memoria los últimos años de su largo matrimonio, desnudo sobre la cama, con ella, los intentos de actuar tal cual se esperaba de él. Sí, qué fuerte era el miedo.
Él aprendió, desde joven, a mantenerse ajeno a los deslices que sus ojos –perdidos tras algún hombre guapo- o su cuerpo –endureciéndose en las situaciones incorrectas-, cometían sin que él les hubiera dado permiso. Con esa habilidad consiguió defenderse de sí mismo, hasta que unos meses atrás su firma decidió fusionarse con otra y un nuevo socio impuso su presencia: alto, moreno, siempre con ropa clara encima, en nítido contraste con el color de su piel. Debieron compartir reuniones, escribir documentos juntos, quedarse hasta tarde en la oficina, y en eso encontrar que les gustaba el mismo grupo de jazz, coincidir en una librería de Dupont Circle un sábado por la tarde, mirando libros. Siguieron los almuerzos de trabajo, las invitaciones a casa del presidente de la firma, las salidas a jugar tenis sábado de por medio. Con el nuevo socio presente se le acumularon los deslices, se volvieron amenazadores hasta al punto en que ya no pudo arrinconarlos como hacía antes. Era claro que el otro se movía con absoluta soltura, ya fuera en el vestuario, o cuando insistía en salir con él a tomar una copa, incluso al hacer cosas simples, como darle la mano o –tal vez lo más explícito- mirarlo fijo a los ojos. Él acudió a la táctica usual de eludir, de hacerse el desentendido, de esconderse, pero sus viejas artimañas no eran igual de efectivas que antes, parecían gastadas, debilitadas por el uso, o tal vez la presencia del socio era demasiado poderosa para él y no podía defenderse.
Alza la mirada y se encuentra con los ojos de la analista, que espera su respuesta. Decidió retomar las sesiones después de varios años, al convencerse de que era indispensable hacer algo con eso que se revolvía dentro de su cabeza. ¿Qué piensa hacer ahora? Aunque la pregunta de la terapeuta lo invita a pensar en el futuro, a tomar decisiones, una parte de él no quiere decidir nada, por el contrario, le susurra: puedes seguir igual que hasta ahora, no hay nada más allá de lo que ya tienes. Momentos atrás, cuando tomó asiento frente a la analista y ella quiso saber sus razones para acudir a la consulta, él dijo: no tengo idea de qué hacer con mi vida. ¿Por qué?, preguntó ella luego de una pausa durante la cual él no pudo seguir. El trató de articular en palabras eso que tenía dentro, pero su boca estaba sellada, el maxilar y la mandíbula soldados de manera inexpugnable. Como si eso fuera la clave para derrotarlos, imaginó la estructura de la boca, los dos huesos con forma de herradura, abrazados, fundidos, comprimiendo encías y dientes. Atacó de nuevo, y los músculos lucharon hasta que consiguieron abrir la rendija por donde el me gustan los hombres escapó fuera, silbante, urgido por dejar atrás su encierro.
En una situación diferente, muy lejos de ahí, un muchacho toma asiento frente a otro analista. Aunque el joven habla sin grandes tropiezos, no consigue expresarse de manera directa, no tiene a mano una frase –una frase al estilo de me gustan los hombres- que compacte y permita asir sus dudas, sus temores. Tengo miedo de ser…, de ser, bueno… homosexual, confiesa al terapeuta con la vista baja, enfocada en sus manos. ¿Por qué? No sé, es un miedo que tengo. ¿Acaso te has sentido atraído por algún amigo o compañero?, ¿has tenido sexo con hombres o has besado alguno?, indaga el analista, y acuden a la memoria del joven las clases de educación física, cuando él –flaco, con lentes, nada preocupado por su físico– observaba de manera solapada al fornido Torrijos o al japonés Kobiyashi ejercitarse en las barras, paralizado al ver esos músculos tensos, unos cubiertos de piel color aceituna, los otros de blanco intenso, o al intuir su firmeza bajo la camiseta del uniforme, todo eso al mismo tiempo que el luchaba contra una erección, intimidado, sí, muerto de miedo de que alguien (¿él mismo?) se diera cuenta. Sin embargo, en realidad él no pensaba en eso -es imposible pensar en algo que no se articula en palabras-, sólo sentía la urgencia de esconder eso que le pasaba, sin saber qué nombre ponerle. Su atención regresa a la sala del terapeuta, en esa elegante casona, con alfombra espesa, cerámica pre colombina en los estantes y paredes enchapadas en madera. Entonces cae en la cuenta de las palabras utilizadas por el analista: atracción, sexo, besos, hombres, y ante las posibilidades a las que dan cuerpo se siente perseguido, en peligro. No, la verdad no, dice con la mirada fija en el suelo, reclinado hacia adelante con los codos sobre las rodillas, no me siento atraído por ningún hombre –escucha su propia voz vacilar-, jamás he tenido nada con ninguno. Y ni bien termina de hablar se pregunta si eso será cierto, aunque en realidad no es capaz de concebir la duda así, de modo tan explícito, o de pensar en ello de manera directa, es más bien como si en la parte trasera de su cabeza alguien hiciera esa pregunta por él (¿o será él mismo escondido ahí atrás?).
¿Qué piensa hacer ahora?, la pregunta de la terapeuta sigue suspendida ante el hombre, en medio de ese despacho blanco, confortable y limpio, decorado con gusto minimalista, acorde con el estilo elegante e intelectual de Georgetown. ¿Qué mierda voy a hacer ahora?, se pregunta él, sin poder pensar en nada, sus pocas fuerzas se han ido en expulsar por la boca esas palabras: me gustan los hombres. ¿Decírselo a ella también?, duda en silencio. Más allá no hay nada, le recuerda esa voz interna que lo sigue. De inmediato piensa en ella. Si bien ya no es joven, luego de casi veinte años juntos sigue siendo impulsiva y fogosa, con sus hermosas caderas, el cabello aún castaño, largo y liso, esos labios carnosos, tan rojos, la piel, por más que no sea ahora igual de tersa, todavía diáfana. El negro intenso de sus ojos tampoco ha cedido, eso nunca. Y pese a todo eso, la presencia del socio nuevo le hace sentir que de repente sí hay algo más allá, algo distinto y valioso, una posibilidad que no ha podido –o no ha querido- ver hasta ahora: que no es cierto que no haya nada fuera de su vida tal y como es. Alza la vista y mira a la analista: debo decírselo a mi esposa, afirma en voz alta.
Ha pasado mucho tiempo desde que nos conocimos en la universidad, sigue hablando frente a la terapeuta, yendo de un país a otro por estudios o trabajo, en realidad no sé por qué duramos años y años juntos, cómo logramos eso. Nos casamos enamorados, dos chiquillos con poco más de veinte años, deslumbrados ante la idea de vivir la vida entera al lado del otro, y al poco tiempo, casi sin darnos cuenta, comenzamos a herirnos, a hacer polvo aquello que nos unía. Tiembla al revivir las duras peleas que escenificaron, la degradación casi cotidiana del amor, se siente intimidado ante el recuerdo de las exigencias en la cama, de sus penosos intentos por satisfacerla, de su chata incapacidad para gozar y hacerla gozar. Tal vez, dice a la analista, el tiempo juntos no fue un logro, sino al contrario, un desastre, ¿eso siente usted ahora?, interviene ella, es como si al mirar mi vida desde donde estoy ahora, sólo se viera un largo y costoso naufragio, responde él. ¿Sabe?, continúa, nos hicimos demasiadas heridas, tuvimos tantos desencuentros. La amé, o aún la amo, de alguna manera extraña todavía la quiero, de repente es inercia nada más, el amor murió hace mucho, eso es posible –fija la mirada en la terapeuta- . No le mentí, no oculté lo que yo era, esto no es así de sencillo, no sabía, no podía ni…, era imposible decir, decírmelo…, y ahogado se queda en silencio.
El terapeuta mira al muchacho, y prosigue: si no te gusta ningún hombre ni has sentido atracción, deseo digo, por alguno, no veo por qué tienes ese temor (el joven alza la vista, escucha el veredicto: no veo por qué tienes ese temor), por el contrario, dice el analista, según contaste la semana pasada, recibiste un beso de tu enamorada y eso fue maravilloso para ti. Es cierto, confirma el joven, aunque no entiendo por qué me dio ese beso. ¿Qué es necesario entender?, pregunta el terapeuta perplejo, se siente atraída hacia ti, ¿no crees? Al muchacho se le viene encima el recuerdo del roce de los labios primero, apretándose después, la lengua dentro de ese paladar tibio, mientras ella recorre su espalda, sus brazos. Esto es perfecto, se dijo en medio del beso, o tal vez no fue capaz de pensar en eso así de claro, pero era lo que estaba en algún rincón de su cabeza. Bueno, el terapeuta intenta redondear su argumento, si te sientes bien con eso, tu preocupación por la homosexualidad no tiene mucho sentido. Ella te gusta, ¿no es así? ¿Ya le has dicho algo?, ¿le has dicho que la amas?
Termina la sesión, la terapeuta –que debe andar también por los cuarenta años, como él– lo despide en la puerta, con esa escueta cordialidad americana. Él camina por Wisconsin Avenue, en medio de tiendas y bares. Bajo la cálida luz de esa tarde de verano se detiene a mirar varios grupitos de universitarios rubios que pasan al trote, la mayoría sin camiseta encima, con sus blancos torsos, sudados y tensos, al aire. Con extrañeza, se da cuenta de que los mira sin pudor, no de una manera grosera, no, sin miedo nada más, exonerado de ese complicado arte de mirar (¿gozar?) escondiéndose a sí mismo el hecho. Recuerda la reflexión final de la terapeuta. Mire usted, afirmó ella, es un gran paso que haya sido capaz de hablar, de decírselo, imagínese cuánta gente llega al final de su vida sin poder hacer algo así, sin romper su encierro. Y esto, se dice él con sorpresa, poder mirar directamente, sin temor, ¿es resultado de haber pronunciado esas pocas palabras? Los muchachos pasan frente a él, y en su memoria surgen recuerdos de otros jóvenes que ha observado antes, durante tantos años, siempre con vergüenza. De esos que miró sin darse permiso cuando él también era un chico, escuálido, nada parecido a estos semidioses atléticos que corren por Georgetown, atraído (recién puede apelar a ese verbo así, directamente) por músculos apretados, por cuerpos en pleno esfuerzo físico. Piensa en el socio nuevo, en las veces en que, luego de un partido de tenis, se han desnudado en el vestidor. Se siente liviano y a la vez cansado, extenuado. Ha vivido en fuga permanente, huyendo de esa especie de monstruo que lo ha perseguido sin piedad, y ahora que por fin es capaz de enfrentarse a él, ponerle nombre y, por si fuera poco, pronunciarlo con todas sus letras –me gustan los hombres-, la fiera pierde su fuerza, se rinde, le regala la libertad de escoger su camino.
Dobla a la izquierda sobre M Street, pasa frente a un café y decide entrar. Observa a las personas en la fila de la caja, trata de imaginar qué tipo de vida tendrá, por ejemplo, la señora gorda y con cabello cano que recibe en este momento su vuelto –seguro es madre de familia, tal vez empleada en algún negocio cercano-, o el hombre mayor, algo encorvado, que espera tras ella –un abuelo, sus nietos deben ser los dos niños de la mesa del fondo-, o el muchacho que espera al final de la cola, con aspecto de estudiante universitario. No puede saber si sus intuiciones son acertadas o no. Ninguno de ellos puede, tampoco, adivinar de dónde viene él, las posibles consecuencias de lo que acaba de hacer en la sala de la terapeuta –decir unas cuantas palabras-, ni mucho menos entender el recogimiento con el cual contempla la capacidad que, ahora, cree tener para modelar su vida casi con las manos, como si fuera de arcilla. Busca lugar para tomar su café, luego de probarlo no le parece muy bueno. Se distrae con el bullicio de los niños de la mesa donde se sentó el hombre mayor. Piensa en sus hijos. Somos los padres los que esperamos que nuestros hijos crezcan y se transformen en algo distinto, no al revés, se dice. Mira al par de niños pelearse por el chocolate que les trajo el abuelo, abstraídos, ignorantes de cualquier otra cosa que pase a su alrededor.
Vuelve a la calle, sigue su camino hacia la estación del metro en Foggy Bottom. Piensa en qué ocurriría si en un rato más, al llegar a casa, o mañana, o en unas semanas más, le dice a su mujer eso que confesó a la terapeuta. Se pregunta si es posible atenuar el daño que esas palabras harían al explotar como bombas escondidas bajo tierra. Con temor imagina la escena: la sorpresa –tu mentira, diría ella con seguridad- la dejaría crispada, desprotegida, con un sentimiento de humillación grabado en el rostro, que, tal vez, nunca pueda quitarse de encima. ¿Ella va a odiarme?, se pregunta. Y aunque se angustia al no tener respuesta, su atención opta por dejarse atrapar por los muchachos universitarios que pasan corriendo a su lado: de alguna manera ellos le anuncian, le prometen eso que puede haber más allá.
Se detiene en el puente de Pennsylvania Avenue. Es un puente corto, aunque lo ha cruzado muchas veces, nunca antes se le ocurrió detenerse a observar el arroyo que pasa por debajo. Mira hacia el oeste, donde se origina la corriente, supone que debe de haber ahí una multitud de pequeños riachuelos, hilos de agua, que por el azar del terreno han formado el que pasa bajo sus pies. Hubiera bastado una ondulación distinta del terreno, o la inclinación inversa, para que terminaran en otro arroyo y, luego, en otro río, como este arroyo va a dar al Potomac. Desde donde está no puede ver el Potomac, ancho, sereno, sus aguas tocadas por los colores del atardecer. Y aunque ahora no pueda verlo, sabe que el río está ahí, siente su presencia unas cuantas millas más allá, hacia el este.
Sigue su camino despacio, pensativo. Tengo que decirle esto, insiste con fuerza, en un intento por arrinconar sus dudas. Concentrado en ella, se detiene en el lustre claro de su cabello, en ese cuerpo elástico y en esos labios rojos, muy rojos, en permanente contraste con sus profundos ojos negros, fuente de seguridad. Evoca las cosas que ama de ella y que –cree el muchacho– lo protegen del abismo. Tengo que decirle que la amo, se dice en silencio. Se aleja de la casa del terapeuta por esa calle de San Isidro, en medio de la típica bruma invernal de Lima. Siente ganas de fumar, pero demora en alcanzar la cajetilla, sus dedos tardan en desenredarse de la cadena que lleva al cuello. Sí, ella le dio un beso y él se excitó al recibirlo, entonces está a salvo. Su temor es pura confusión adolescente, nada más, un problema imaginario. Quiere hablar con ella de su amor, decir las cosas de frente, proyectarse juntos el futuro. Con el cigarrillo en la mano, repite para sí las palabras del terapeuta: no veo por qué tienes ese temor. Es cierto, no hay ninguna razón, afirma con el mayor convencimiento que puede, y al mismo tiempo se ve casado, con hijos alrededor, gozando de una felicidad honesta, sin límite, en una larga vida al lado de esa mujer que –no tiene dudas ahora- lo salva.
Juan Cortázar
Buenos Aires, EdM, junio 2013
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