Palabras: “Matrimonio”, por Dardo Scavino







n su decimocuarta “hipótesis de trabajo en torno de Eva Perón”, David Viñas sostenía que la actriz había interpretado “el papel de intermediaria en un cuadro típicamente paternalista” consistente en transmitirle las plegarias de los hijos a su padre, obtener cosas de él y convertirse así en “la dadora”. El escritor aludía de este modo a la “intercesora” por excelencia en el seno de la Iglesia, la Virgen, encargada de elevarle las súplicas de los creyentes al Señor. La imagen propuesta por Viñas –deliberadamente teológico-política– provenía de un pasaje de La razón de mi vida, “El camino que yo elegí”, en el que Eva Duarte explicaba cómo había decidido convertirse en “Evita” para que, por su intermedio, “el pueblo, y sobre todo los trabajadores, encontrasen siempre libre el camino de su Líder”. Porque si bien es cierto, proseguía, que los ministros y los secretarios acaparaban la atención del general, alejándolo de sus seguidores, cada uno de ellos sólo podía reunirse con él unos “escasos minutos”, mientras que ella le hacía llegar los problemas del pueblo, a través de su “voz leal y franca”, “durante el almuerzo o la cena, en las tardes apacibles de los sábados, en los domingos largos y tranquilos” cuando el ánimo del general estaba “libre de toda inquietud apremiante”, como si el pueblo hubiese podido ingresar, a través de ella, en la intimidad doméstica del “Líder”.



    Más de una vez Eva Duarte compara a Perón con Jesucristo, es verdad, como cuando recuerda que a los descamisados les bastaba verlo para creer en él: “Se repitió aquí el caso de Belén, hace dos mil años”, ya que los primeros que creyeron en él fueron los humildes quienes, a diferencia de los ricos y los poderosos, tienen las almas “abiertas a las cosas extraordinarias”. Pero cuando presenta la relación del pueblo con el líder, no recurre a la figura del vínculo paterno-filial sino a la institución del matrimonio: “Así, el pueblo puede estar seguro de que entre él y su gobierno no habrá divorcio posible. Porque, en este caso argentino, para divorciarse de su pueblo, el jefe de gobierno deberá empezar por divorciarse ¡de su propia mujer!” De modo que el matrimonio entre Perón y Eva se convierte en metáfora del vínculo entre el líder y su pueblo.


    Esta figura, aun así, no es una ocurrencia original de la esposa de Perón –ni de su ghostwriter valenciano, el falangista Manuel Penella de Silva–. Toda una tradición teológico-política consideraba ya al monarca como “esposo místico de la república” (Rex reipublicae mysticus coniux) y Ernst Kantorowicz le consagraría a esta institución un estudio decisivo. El magistrado tolosano Charles de Grassaille aseguraba en 1545 que al rey solía llamárselo maritus reipublicae porque contraía un matrimonium morale et politicum con ella, semejante al “matrimonio espiritual entre la Iglesia y el Prelado”. De la misma manera que “el varón es la cabeza de la mujer, y la mujer el cuerpo del hombre”, razonaba este jurista, el rey, “es la cabeza de la república y la república su cuerpo”. Algunas décadas más tarde, el rey Jaime I de Inglaterra afirmaría en el tradicional discurso ante el parlamento: “Yo soy el esposo y toda la isla es mi esposa legítima; yo soy la cabeza y ella es mi cuerpo; yo soy el pastor y ella es mi rebaño.” Y recordaría las palabras de Jesús a propósito del matrimonio cuando sentenció que lo que había unido Dios, ningún hombre podía separarlo (Mt. 19, 6). Por eso algunos, como el tesorero del rey de Francia, Léonard Regnard, calificaban este casamiento de “místicamente político, moral y sagrado”, mientras que el jurista Théodor Godefroy, explicaba la existencia del anillo que portaba el rey de Francia asegurando que simbolizaba la “recíproca conjunción” que tuvo lugar el día en que “el Rey desposó solemnemente su Reino, y fue como a la ocasión del dulce, gracioso y amable lazo del matrimonio inseparablemente unido a sus súbditos, para amarse mutuamente como lo hacen los esposos”. De modo que el día de la coronación el obispo le ponía al rey ese anillo en el cuarto dedo de la “mano derecha” de donde “procede una vena que llega hasta el corazón”.


    Kantorowicz recordaba también a un jurista del trecento llamado Luca da Penne, considerado como uno de los precursores del “pontificalismo” real, para quien la relación entre el monarca y su pueblo se parecía al “matrimonio” –vale decir, a la alianza– que había tenido lugar entre Jesús y la Iglesia. Y por eso el italiano calificaba de “divorcio” la abdicación del papa Celestino V en 1284 algunos meses después de su elección. El jurista apoyaba sus argumentos en un célebre pasaje de la Carta a los Efesios:





Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la Iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo. (Ef. 5, 22-24)





Y San Pablo proseguía:





Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la Iglesia. (Ef. 5, 25-32)





Pablo de Tarso estaba repitiendo a su vez una antiquísima figura bíblica que se encontraba, por ejemplo, en el Esposo y la Esposa –Dios y el pueblo de Israel– del Cantar de los cantares, en donde gobierno y matrimonio resultaban indisociables, dado que uno presuponía la sujeción de la mujer al marido mientras que el otro presuponía el amor del pueblo hacia el monarca (el pensamiento contemporáneo finalmente sigue girando en torno a estos “misterios” del poder y la libido).


Aunque ya no creamos –o supuestamente no creamos– en la existencia de un matrimonio entre el príncipe y su pueblo, esta figura sigue visitando nuestros discursos, como cuando los diarios españoles anunciaban hace poco que las encuestas reflejaban un “progresivo divorcio entre el Rey y los españoles”, o cuando algunos medios hablan del “divorcio” entre “el pueblo y sus representantes”, “entre el pueblo y la clase política” o “entre el pueblo y sus élites”, o como cuando Hugo Yasky declaraba hace unos días, a propósito de las demostraciones populares de afecto recibidas por la señora Fernández de Kirchner durante su convalecencia, que a pesar de la propaganda de la “prensa hegemónica” no había habido un “divorcio entre el pueblo argentino y el gobierno”.


    Es probable que algunos piensen que la imagen de un matrimonio entre el príncipe y el pueblo constituye una creencia –y hasta podría decirse un embuste– indigno de seres libres y racionales. Pero en ese caso, ¿qué podríamos decir del propio matrimonio? Y no deja de ganar nuevos adeptos.





Dardo Scavino


Bordaux, Francia, EdM, junio 2013

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