sta llegaría a ser la nouvelle, o quizá un cuento, sobre una mujer nacida en una zona urbana de Huizhou, hace veinticuatro años. Ella sería la primogénita de una joven y pobrísima pareja que anhelaba tener un varón en un país y una época donde imperaba la política del hijo único.
Los padres, inmersos en una sociedad machista donde los varones gozan de mayores libertades y cuentan con mejores opciones de vida mientras encarnan la posibilidad del auge familiar, tomarían la decisión de no inscribir el nacimiento de su niña en los despachos del Estado. Por un lado, no querrán abandonar la ilusión de tener un hombre con todos los beneficios de ley y, en consecuencia, considerarán que es de imperiosa necesidad evadir el pago de una multa o impuesto extra por que nazca después.
La situación es deplorable y sencilla: ella es mujer, y lo que precisan es un varón que estudie y trabaje para el futuro de todos; no una persona que terminaría, por lo general, siendo la esposa de alguien más. Dado que no la han inscrito, no existe para los padrones estatales; y al no existir en el plano documentario, la pareja tiene una segunda oportunidad de tener un primogénito oficial.
Liying, que es el nombre de una de mis mejores estudiantes en la universidad, es el nombre que me prestaría de la realidad para la niña que crece en Huizhou. Pero a diferencia de la Liying de verdad, mi personaje se desarrollaría al margen de las oportunidades sociales: no iría a la escuela ni accedería a los servicios estatales de salud. Su existencia se daría en las sombras, siendo ella una sombra de sí misma.
Al cabo de unos años, la pareja, ya ni tan joven ni pobrísima, tendría el varón que tanto esperaba. Un niño sano y rozagante. Lo inscribirían, formaría parte de las estadísticas y engrosaría las filas de los beneficiados por el Estado.
Los padres no son personas desalmadas, o por lo menos no tanto. El hecho es que les gana la culpa por la acción, o inacción, según se vea, del pasado. Se lamentarían, y mucho. Pensarán fuera de tiempo que lo mejor hubiera sido inscribir a Liying; de tal modo que, frente a un nacimiento nuevo, habrían pagado todas las tasas que hicieran falta. Si el tiempo volviera atrás, así se conducirían; pero estas son reflexiones anacrónicas que lloriquean por lo ocurrido y no alteren el presente. Sin embargo, la historia ofrecería un hecho que afectará el futuro.
La culpa de los padres se asentaría porque dos años después del nacimiento de Liying, una pareja de primos se enfrentaría a una situación idéntica y obraría al contrario, de forma ejemplar: inscribirían a su primogénita, algo enfermiza y frágil, bajo el nombre de Xiaoxue. Este nombre también lo tomaría prestado de la realidad, y corresponde a otra estudiante del mismo grupo. Confío en que ella, por su sensibilidad artística y cordialidad, sepa disculpar los excesos ficcionales que tramaré.
Por más destructiva y paralizante que sea la culpa, este sentimiento no se extendería a toda la familia protagónica. Liying querría mucho a su hermano, y este a ella. Él iría al colegio, aprende, madura, crece. Liying, inteligente y curiosa, se cultivaría en casa.
Pero la historia necesitaría un contexto específico, y el contexto en Huizhou es el del miedo. Durante décadas, el tráfico de niñas ha sido una práctica tan escalofriante como marginal, y durante los últimos años el número de secuestros y robos de individuos se eleva considerablemente. Bajo la política del hijo único y la gravitación del machismo, muchos padres no inscriben a sus hijas y estas crecen sin identidad legal. Apropiarse de una personita que no existe para el Estado es más sencillo que hacerlo con una sobre la cual se guardan legajos formales, desde el nombre hasta sus calificaciones. ¿Cómo se denuncia policialmente la desaparición de alguien que, en el ámbito documentario, no existe? El tráfico de bebés, de niñas, de adolescentes, se termina de expandir por todo China para movilizarlas dentro del mismo país o sacarlas fuera, con papeles alterados o llanamente falsos, para familias de Europa o Norteamérica.
Los padres de Liying, ya no tan jóvenes ni pobres, temerían por su inteligente y bonita hija.
Optaría por narrar el secuestro de una niña cercana a la familia, acaso una vecina de una calle próxima; y habría que mencionar unos cuantos sucesos extra, a manera de rumores, sobre dos o tres adolescentes de la región.
El miedo. Ante todo, para las que ni siquiera son ciudadanas.
Xiaoxue, con sus escasos nueve años, temería por su prima Liying cuando la bola de nieve del alarmismo haga sospechar lo peor, pues la carcoma moral y delictiva del tráfico de menores ya mangonea en Huizhou. Lo sobrecogedor está en que el temor de los lectores se terminará dirigiendo hacia la piadosa Xiaoxue, ya que los males que la han acorralado desde su nacimiento no se han ido; por el contrario, conseguirían agravarse.
Un mal día, en otoño, un jueves con aguacero, la débil y tierna muchacha fallecería. No solo fallecería Xiaoxue, sino que con ella podría extinguirse su identidad legal.
La débil y tierna Xiaoxue habría muerto una tarde, y esa noche los padres de ella recibirían en casa a la pareja de primos, acompañados de Liying.
La culpa los persiguió por años, y esa noche de muerte tendrían la oportunidad de honrar su rol de padres adquiriendo la identidad de Xiaoxue. “Adquiriendo” podría ser una palabra incongruente; pero en cierto modo no lo será.
A la casa de los desconsolados padres de la difunta llegarían personas, incluso desconocidas, ofreciendo modestas sumas de dinero por tomar los papeles de Xiaoxue y usarlos para sus respectivas hijas nunca inscritas. El único requisito es que no se denuncie la reciente muerte en los anales del Estado. Para la mayoría, basta con edad similar para que la operación funcione. Y eso es lo que irían a rogar para Liying la pareja de primos, sin atreverse a ofrecer el dinero que no les sobra.
La noche del jueves pasaría a ser la mañana del viernes en que Liying adoptaría en su mente, y para su futuro, el nombre de Xiaoxue. Y bajo ese nombre se incorporaría a un colegio rural y a la salud pública de su comarca, tendría una cédula de nacimiento y, con los años, un documento de identidad; pronto, un pasaporte.
La nueva Xiaoxue sería una alumna destacada, pues su formación autodidacta junto con su natural curiosidad e inteligencia le permitirían lograr las calificaciones más altas. Dominaría Matemática y Geografía, y le iría bien con los idiomas, tanto que llegaría a conocer lo básico del inglés y el español. Algunas veces, claro está, las sombras de una confusión del pasado la asaltarían: ¿ahora, quién es Liying? Fuera de eso, su desarrollo sería veloz y fascinante; tanto, que la tentarían las ilusiones de un progreso mayor del que podría alcanzar su propio hermano. Uno de sus tíos, desde hace años, vive en Europa; y es la gloria de la familia por lo trotamundos y emprendedor. Ella, la relegada de la infancia, también aspirará a serlo.
Así como su realidad ya no es solamente Huizhou, China con su continental inmensidad es un pañuelo. Y como quien va de punta a punta en un pañuelo, se instalaría un tiempo en la capital, donde laboraría el doble de horas que cualquier otra persona; de la capital se iría a la India por un año, sin dejar de trabajar hasta en el trayecto en restaurantes y comercios; de la India viajaría a Italia para permanecer solo unos meses, unos meses de verano en las costas del Adriático de Rimini, ocupada en labores de hotelería para el exigente público alemán; de Italia partiría a España. A Madrid, para vivir en la casa familiar de ese hombre de rasgos orientales pero maneras cada vez más occidentales que es su tío.
El hermano de su padre sería el hábil propietario de un bar que antes fue de un portugués o un gallego; quizá, mejor, un valenciano bebedor de horchatas y apasionado de la luminosidad natural, experto en fuegos de artificio y petardos. El bar, donde los clientes son oficinistas gritones y bromistas, de opiniones tan categóricas como caprichosas, es el bar “Paco Chan”; renombrado así en honor de España, articulando ese apelativo que tanto gustaba a Ernest Hemingway con un toque chino. El mestizaje del local se tendría que experimentar desde el cartel que decore su entrada hasta la calculada innovación de sabor en las tapas, las bravas, la tortilla y los buñuelos. En “Paco Chan”, el rechoncho gato dorado de pata articulada y garante de la buena suerte compartiría la repisa con un Ninot de cartón piedra morado en forma de murciélago, tallado en pequeña escala en honor de las Fallas de marzo. El bar sería un mundo de contrastes y revelaciones para la joven. Incitará su mirada y desencadenará sus reflexiones.
Xiaoxue ayudaría a su tío en el negocio, mientras estudiaría español en una escuela de acogida. Afianzaría sus conocimientos de forma rápida, pero para descubrir que la singularidad de su lengua es la complejidad, por lo menos para el oído y dicción de los madrileños. Un día, cansada de escuchar su nombre mal pronunciado, harta de reducirlo cada vez más para presentarse en las reuniones, optaría por uno nuevo, de origen latino, significativo y sonoro: Estrella.
A los veinticuatro años, subida en el metro que la alejaría de Coslada, volvería a preguntarse quién es: ¿Liying? ¿Xiaoxue? ¿Sería posible que, a fin de cuentas, fuera Estrella? Podría ser una cuestión banal; sin embargo, un rato atrás había dejado a su tío en el bar, quien bromeaba con unos clientes sobre autodenominarse, muy hispánicamente, Paco. Paco, del “Paco Chan”, un local tan valenciano como chino en Madrid. Él banalizaba con su sentido del humor el cambio; pero ella no logrará tomarlo de ese modo, pues tras sus nombres e identidad se aglutinan recuerdos y sucesos que no han perdido vigencia en sus sentimientos: el deseo de adaptación y aceptación, la muerte de un ser querido, una omisión familiar, una política de Estado y la serie de decisiones tomadas por los demás, y por sí misma.
Al bajar del metro, cerca del Barrio de las Letras, Estrella, Xiaoxue, Liying, se preguntaría quién es en verdad; y se lo preguntaría porque en aquel momento estaría caminando hacia un lugar donde esa cuestión habría de ser capital, e ineludible. Incluso, fatal.
Imagino que el final involucraría también a su hermano.
Ahí se acaban las intuiciones que tengo en torno a la historia y las ideas que he aglomerado para el argumento de esta nouvelle, o quizá cuento. Toca escribir, para enterarme o saber hacia dónde va, y, con esto, comprender de otro modo su sentido.
El ejercicio de la literatura, casi siempre, tiende a ser un recorrido por los diferentes recodos de la sorpresa. Me gusta pensar que el mayor misterio de este arte radica en seguir practicándolo.
Juan Manuel Chávez
Lima, Perú, EdM, diciembre 2013
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