"Siesta", por Luciana De Luca




Luciana De Luca (1978) participó en las antologías Cuentos Raros (Outsider), Brasil, ficciones de argentinos (Casa Nova) y El libro de los muertos vivientes (LEA). En 2013 publicó el volumen de cuentos Las fiestas no son para los niños (Milena Cacerola y El 8vo. Loco).





Abuelo, abuelo





Con la boca abierta y la mandíbula apaisada, dejando al aire sin vergüenza esos dientes de piano de estudio.





¡Abuelo, abuelo!





Dormido, ocupado en las cosas de dentro, acunado por la música de la digestión.





¿Abuelo?






Agitando con la respiración el cauce de la sopa fría, provocando tormentas de agua anaranjada y fideos y un temblor en la punta de la servilleta de tela, deslucida por años y años de limpiar bocas y manos engrasadas.





Está dormido.





¿Está?





Sí.





El ventilador de techo hace la melodía, el vaivén metálico que las invita: canten. Si ellas quieren van improvisar una letra y canturrear sobre esa cadencia de viento artificial. Un pelo largo se escapa de la cabeza del abuelo y flamea, orgulloso, como una bandera clavada en el suelo lunar, pecoso y delicado.





La más joven de las dos, la más resuelta, estira el brazo despacio, con movimiento de pala mecánica, mirando fijo al viejo durmiente y el fulgor magnético amarillo de sus dientes enormes, esperando un movimiento extra, un temblor, algo, pero nada. La mano de robot va hasta el vaso de metal, empañado de la cintura para abajo. Robarlo es lo más fácil.





¡¡Abuelo!!





Lo difícil es traerlo de regreso; no saben por qué el movimiento en reversa es ridículo y las pone nerviosas y al reírse el vaso tiembla y el líquido juega a desbarrancar por los bordes pero no.





Hay una mosca inesperada: se detiene en el marco dorado de los anteojos del abuelo y camina oronda sobre el puente biselado, deteniéndose para frotar las patas de adelante, festejando, soberbia, su presencia rasante. La más grande de las dos se doblaba al medio, acostada en L sobre su barriga, sobre el mantel de hule y sopla despacio, graduando el silbido que también le sale de los labios, hasta espantar a la mosca y proteger el sueño, y entonces salvar el juego, la fechoría.





Se pelean, en voz baja, enfatizando los caprichos con brazos en jarra y patadas amortiguadas adrede en el suelo, por el honor supremo del primer sorbo. La más chica finge que llora, actúa congoja y gana: logra tomar primero.





(Abuelo…)





Las burbujas se pegan en la punta de la lengua, rebotando porque (las dos) toman como cachorros, hundiéndola en el líquido encarnado, llevando y trayendo el sabor viscoso y caliente y dulce del vino mezclado con naranjada.





SHHHHHHHHHHHHHHHHHH. Se mueren un poco del miedo.





Heladas.





El abuelo mastica un bocado invisible, y abre y cierra el fuelle de las cejas para espantar algo, el callejón sin salida de un sueño insoportable.





¿A-bue-lo?





Una burbuja de saliva asoma entre los labios yermos; la mosca trepa para mirarse en ese espejo convexo. Las dos hacen viento, formando un abanico de diez apéndices rosados, y la mosca se vuela al fin, agotada, buscando un lugar más inerte adonde posarse.





Se toman todo el vino apuradas, asqueándose, reprimiendo las arcadas por la textura azucarada y ácida, con los dientes teñidos de negro, súbitamente anochecidos, rayados por el recorrido irregular del vaso.





Se quedan, después, sentadas, confundidas, un poco olvidadas del





¿Abuelo?





Mirándose las caras, buscando rastros de borrachera, tratando de ver quién revela primero la voz aplastada, la lengua hinchada, las palabras sosas, los ojos irritados: algo que les permita encontrar la embriaguez en la otra y entonces la suya y…





Un ronquido corta la travesura en dos, la atraviesa, y el calor de la siesta es menos radiante que el que les brota desde las mejillas hacia fuera, del temor





Y





¿Abuelo?





El susto.





El abuelo se pasa la mano por la cabeza y doma de un solo golpe al pelo estandarte, dándole el golpe de gracia a la mosca que se quedó, finalmente, entretenida con una flor bordada de la cortina; los ojos encandilados, abiertos, cerrados, buscando el foco en esos dos cuerpos flacos y sucios sentados enfrente suyo, al otro lado de la mesa; la sopa brilla abajo de su papada, fría, el plato abultado con islas de grasa flotante que se van cauterizando.





Más allá, a mitad de camino, el vaso vacío, volcado, ni una gota de vino ni soda ni naranjada,


nada.





¿Abuelo?





Se levanta y arrastra la silla que cruje y se eriza y se queda fuera del trazado lógico de la mesa, desubicada respecto de las otras tres sillas, cada una en su puesto, soldados.





Abuelo





Pone una semi sonrisa dormida o una mueca o nada y saca del fondo de algún lugar una mirada que intenta continuar otra mirada que venía de antes, del pleno almuerzo, y que no sabe de dónde venía, quebrada por la siesta improvisada y aún intenta recuperar, seguir mirando aquello que venía mirando pero





A la cama, dice.





A dormir la siesta, dice del otro lado de su espalda que gira y pone proa hacia el dormitorio que antes era de él y de la abuela y que ahora sólo





Abuelo ¿nosotras también?





No contesta; se escucha el tronar de los resortes de la cama y una tos o dos tiradas contra la penumbra y después nada. Nada.





Las dos están borrachas y se ríen; la botella de vino es un faro en el medio de la mesa pero ya no tiene sentido tomar más.





Shhh, abuelo.





Se tiran al piso para que la espalda se pegue contra las baldosas frescas y entonces dan por comenzada la temporada de caza, jugando a buscar animales ocultos entre las grietas y las manchas de humedad en el techo.





Luciana De Luca

Buenos Aires, EdM, mayo 2104


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