“Alice ha cambiado mucho desde aquellas historias del País de las Maravillas.”
Jean-Pierre Enard
Sean las diez de la mañana o las tres de la tarde, lunes o sábado, siempre, antes de entrar a la librería, desde el banquito de plástico Miguel me dice “…recién pasó el loco”.
De día vive ahí, estacionado frente a la quiniela, junto a una parada de varias líneas, o escondido tras la puerta izquierda del kiosko de diarios, bajo un techo provisorio. Vive hace treinta años, más menos, en el barrio, y la gente le da de almorzar. De noche va a dormir a un parador de Macri, dice Miguel, y ahí también come.
Insistente con prevenirme del loco (se refiere a un ladrón de libros que nunca volvió), siempre luce igual: un pantalón de vestir grande y oscuro, y una campera más grande todavía que le donó la Iglesia. La usa hagan diez o treinta grados. En este último caso impresiona verlo habitando ese sarcófago negro, sacando la cabeza como una tortuga, rengueando sentado sobre el pie herido que envuelve en una bolsa blanca.
Era cómico ver la situación que se generaba en la vereda cuando ocurrió el furor de la llamada literatura erótica. Las mujeres que salían con sus Cincuenta sombras de Grey, si es que no se animaban a más, acababan de dejar en la librería un fragmento de sus noches futuras. Es verdad, fue una moda, un grano pinchado, la pus derramada de algo que se venía tejiendo hacía años, con Florencia Bonelli atenta y precursora local del best seller media equis a la cabeza. Pero no todo era regalo de cumpleaños o pura curiosidad. En esa enorme masa de consumidoras –y voy a usar el femenino porque es el prejuicio en mis ojos o mi apuesta adolescente al cambio de género para generalizar– había un mínimo porcentaje que se llevaba algo más que una novela, que un producto: de pronto tenían un objeto que alteraría su intimidad: pura o en pareja. De modo que algunas salían como habiéndose probado ropa interior o elegido un juguete sexual, acaloradas, sin poder conjugar el acto con el lugar: un local con casi nada más que libros. Esa idealización se derretía cuando las mujeres, ahora con un arma en la cartera, esperaban el colectivo y desde la librería se notaba el gesto en su nariz, la mirada disimulada hacia sus espaldas al encontrar a ese anciano sin dientes apoyado contra el árbol, en su banquito enclenque, inmerso en la nube de hediondez que despedía su pie derecho.
Cuando alguna, no por esto menos tímida, se animaba a más, uno insistía con la cabeza, tratando de entender y no distorsionar el rumbo del cliente. Al contrario: exacerbarlo. Los secretos de Romina Lucas o La vida en el espejo, de Lissardi eran de las primeras opciones. Si querían una voz femenina, La descomposición, de Sánchez era posible. Miller para las clásicas, Berger y su G. para las que quisieran “algo bien escrito” y Primer amor, último ritos, de McEwan, para las realmente curiosas. Sade para las insaciables.
Para no presumir, sin embargo, no prometer lo que no hay, no se pudo nombrar a uno de los mejores y ausentes títulos del stock sexual libreríl: Cuentos para enrojecer a las caperucitas, de Jean-Pierre Enard. El protagonista y narrador tiene que entregar un libro: cuentos clásicos de la infancia transformados, pervertidos, como El efecto Pinocho, Blancanieves giratoria, Las tres cerditas o La huerfanita putuela. Pero el deadline se vuelve realmente asfixiante cuando Louis, la empleada doméstica pelirroja, Carole, morocha infernal, pareja del escritor, y Alice, la enigmática rubiecita, le tienden las distracciones más crueles para el que trabaja.
La novela mecha el intento de escritura, y la convivencia, con los cuentos sexualizados que se enseñan de cerca. La voz no es filosófica ni desprotegida. Ni libertinos (el conflicto del protagonista es, básicamente, respecto al cobro de un dinero) ni lencería de encaje en rascacielos. Es sobre uno que se conforma con poco y recibe, a cambio, muchísimo.
La edición de Alcor, biblioteca La fuente de jade, no la vi en librerías. En Internet está en pdf y seguro que usado se consigue. Valdría la pena, después del nacimiento y la aparente caída de la última moda, coronando el derrumbe con la edición agotada de La sociedad de Juliette, de la fugaz estrella porno Sasha Grey, volver a darle sentido a la literatura que gira en torno al sexo y reeditar esta mamuschka de historias que sostiene esa atmósfera fabulesca de la literatura que se siente con las partes del cuerpo, como la risa. Que se aproveche ese texto para observar a las lectoras menos nombradas, las que tienen un kiosko, las peluqueras, las que cierran apuradas la caja del supermercado para ir a comprar el libro que, sospechan, encierra un hechizo que hace primavera de este invierno.
Aunque haga frío Miguel permanece ahí sentado, en su mundo compuesto por dos islas: la tierra en la vereda o la chapa del diariero. Cuando llueve se lo ve trasladando su banquito de un punto a otro, extraño al caminar, con un paraguas gris desgarbado que lo hace ver más desprotegido.
Pero el invierno es la lectora más poética y en verano el cielo también pesa. El 24 de diciembre del boom eroticoso, desde la librería se veía el calor abrasando a las pocas personas que esperaban un colectivo, entre ellas Dani, otro como Miguel, que de día vive en esa cuadra y de noche vaya uno a saber dónde. Pero a diferencia del anciano, este cuarentón que siempre tiene una botella de alcohol etílico en una mano y un cigarro apagado en la otra, canta The Doors para todo el mundo, interpela al que se le cruce, siempre entre ofenderse y la paz.
Desde el mostrador, donde no llega el aire acondicionado, se veía su torso desnudo bajo el sol, tendido boca abajo, dormido y borracho en el medio de la parada. Salí a ver y una señora pidió una ambulancia. El SAME llegó rápido y cuando le pregunté al trasnochado conductor dónde lo llevaban contestó con una simple pregunta: “¿Lo vas a acompañar?” No me dio tiempo a no decir nada; lo subieron a la ambulancia y se fueron. Al cruzar miradas, Miguel me dijo “…éste es borracho”, “…cada tanto su hermana lo viene a buscar” y que la semana entrante pasaría lo mismo.
Como era Navidad, las que habían leído Cincuenta sombras se llevaron las dos partes siguientes, y las que ya se habían devorado la trilogía compraron Kamasutras ilustrados, libros de Rampolla, cualquier cosa que les evitara yacer en soledad. Antes de irse se quejaron del calor y luego hablaron de Dani, de la secuencia, de esa realidad tan distante a la suya pero tan verdadera y cruda y evidente, como lo que le pasó durante la primera lectura del libro de Enard al niño que lo leyó, habiendo girado la llave, después de haberlo robado de la biblioteca de sus padres.
Fernando Form
Buenos Aires, EdM, octubre 2014
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