y pregunte qué tengo
para comprar la felicidad,
diré que tengo la libertad
de soltar al Amor...
Carlos María Caron, Anatonia, 1965.
Ha muerto Carlos María Caron (Azul, 1935 - Buenos Aires, 2015), escritor, periodista y crítico de arte, que fue parte de la tumultuosa generación del 60.
Más allá de estas circunstancias, perteneció a la misma estirpe de autores de Oliverio Girondo, Macedonio Fernández, Boris Vian, Spencer Holst y Augusto Monterroso. Es este último, creo, quien divide a sus colegas entre los que son “gato por liebre” y los que son “liebre por gato”: los primeros nos engañan con falsas profundidades, ceños adustos y oropeles pedantes; los segundos dan más de lo que anuncian y esconden con pudor o con humor esas verdades que no sabíamos que sabíamos. Caron fue, sin duda, liebre por gato.
Para él, el mundo era una ocasión de encontrar relatos: pasó la vida descubriendo individuos extraordinarios, cuyas historias narraba extraordinariamente. No podía dejar de hacerlo. Esa fue su pasión y su tarea: contar, convertir hechos humildes en episodios novelescos, personas en personajes.
Los que lo conocimos sabemos que era el hombre más divertido del mundo: le pedíamos una y otra vez que nos repitiera las mismas historias, por el placer inmenso de oír su voz cuando las contaba. Hay que decir que era él mismo quien más disfrutaba del relato: a veces no podía seguir porque lo interrumpía su propia risa.
Ahora que murió nos deja como legado y responsabilidad esa risa para reírnos de todo, hasta de la muerte.
En cierto modo, vivió siempre en los veinte años y en su barrio de Liniers, donde integró el equipo de rugby de Beromamacacumaospobichucacopripejopi y conoció al amor de su vida, la escritora Bettina Caron.
Caron, que colaboró en numerosos periódicos y revistas como Imagen, 2001 y El Péndulo, dirigió durante muchos años la publicación literaria Metafrasta, hospitalaria “revista submarina”, particularmente fértil en tiempos de la dictadura y los primeros años de la democracia.
De la obra de Caron, destaquemos los libros de poesía: Anatonia, 1965; Poemas endovenosos, 1975; Poesías de escaso interés, 1992 (los dos primeros, con ilustraciones de Pérez Celis, su amigo de toda la vida); y de narrativa: La Majareta (o los 107 locos), 1981, fragmento de una novela mucho más vasta que jamás llegó a publicar; Haig, la mediación y otras manías porteñas, 1982; Estamos todos nerviosos (Novela para armar), 1983; Los Robitaille, 2003, y El caballero y su sombra, 2006.
Argentinos: ¡El mundo nos queda chico!, de 2004, es el libro que, a mi juicio, mejor lo representa: incalificable, múltiple, anárquico, acumulativo, entrañable, desopilante, infinito como su autor, constituye una cantera para refugio de narradores desalentados y una oportunidad para que oigamos su voz en nuestras futuras nostalgias.
Hace más de diez años, en 2003, le dediqué un centenar de rudimentarios garabatos que lo divertían porque era él, por una vez, quien había sido convertido en personaje. Los expusimos cuando apareció Argentinos... presentado por Miguel Vitagliano.
Con gratitud a Caron, en su homenaje, reproduzco aquí algunos de esos caroncitos, dibujados en mínimas tarjetas de diez por cinco, por amor a él y a las historias que nunca podrá dejar de contarnos.
1 Comments
¡Extraordinario!
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