Alejandro Fernández Mouján y Samuel Fuller: cine y artesanía, por Pablo Luzuriaga







El investigador ordenaba cajas en los archivos del Museo de La Plata. En 2006 encontró un catálogo del antropólogo alemán Lehmann Nitsche que se creía perdido. El hallazgo permitió identificar el origen de piezas antropológicas que estaban numeradas y clasificadas, pero desprovistas de historia. Entre ellas, bajo una vitrina, ocultos pero frente a las narices de un público centenario, estaban los restos de Damiana rotulados con el número 5602. La joven, fallecida en 1907 por un cuadro severo de tuberculosis, había sido apropiada y desterrada de su pueblo natal, la comunidad Aché del Paraguay, diez años antes. En el bajo vitrina, con el número correspondiente, fue hallado su esqueleto. El cráneo estuvo perdido poco tiempo más, fue encontrado en la colección de piezas antropológicas del hospital Charité de Berlín, en 2011.




    Antes de terminar como pieza de museo, Damiana fue apropiada, en varias ocasiones. En primera instancia, por los asesinos de su familia, un grupo de colonos que en Paraguay decidió vengar la muerte de uno de sus caballos; llevando a cabo una masacre. La niña, de entre tres y cuatro años, sobrevivió a los disparos y machetazos, tras lo cual su destino se unió al de tantos otros niños Aché apropiados por los blancos. Fue bautizada en Paraguay, allí le impusieron su nombre cristiano. Más tarde, Damiana fue apropiada por dos antropólogos, el holandés Hermann Ten Kate y el francés Charles de la Hitte, quienes, entresiglos, recorrían la zona con la ilusión de dar con un ejemplar vivo del eslabón perdido. Más tarde, ambos antropólogos la trajeron a Buenos Aires. Damiana fue entregada a la familia de Alejandro Korn, quien la internó en el Melchor Romero, hospital psiquiátrico que dirigía, cuando la niña cumplió 14 años. En 1907, "gracias a la galantería del doctor Korn", Damiana fue fotografiada desnuda a fines del otoño, en el patio del hospital, por Lehmann Nitsche. Más tarde, el autor del catálogo que se creía perdido, tras la muerte de la joven, enviaría su cabeza ,"con partes blandas" como material antropológico, a sus colegas en Alemania.


    Alejandro Fernández Mouján cuenta la historia de un cambio de nombre; Damiana dejó de llamarse así y empezó a llamarse Kryygi, el nombre que la actual comunidad Aché decidió darle cuando en 2010 fueron restituidos sus restos. El film de Fernández Mouján tiene la forma de un ritual mortuorio, comienza con un cuerpo sin paz y sin historia, fotografiado al desnudo, arrumbado entre los cajones de un museo y termina con el cierre de un ciclo vital que demoró más de un siglo: el entierro de los restos de Kryygi acompañados por el canto y el llanto de los suyos.













A fines de mayo de 1945, la Primera División de Infantería de la armada norteamericana descubrió el campo de concentración de Falkenau, en Checoslovaquia. La Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin. Entre los soldados de la división se encontraba Samuel Fuller, quien –como cuenta Didi-Huberman (Remontajes del tiempo padecido)–, había ejercido el oficio de periodista en la prensa amarilla de New York en los años 30. El destino hizo que Fuller iniciara su carrera cinematográfica con sus primeras tomas realizadas por encargo del capitán Kimble R. Richmond. Didi-Huberman describe un término subrayado por Fuller: "lo imposible" frente a la observación del campo de concentración abierto. Nadie sabía exactamente cómo reaccionar frente a la situación. "La indignación de los soldados frente a la indignidad tanto de los nazis como de la población del pueblo vecino: los primeros se denunciaban entre ellos, los segundos fingían ignorar todo aunque el campo se situara a sólo algunos metros de las primeras casas y, sobre todo, aunque un insoportable olor a muerto reinara sobre todo el espacio alrededor" (Didi-Huberman, p. 38). La guerra había concluido y no podían pasar a fusil a los responsables y sus cómplices.


    Frente a "lo imposible", el capitán Richmond tomó una determinación. Obligó a todos quienes negaban conocer lo sucedido a rendir un último homenaje a los muertos. El alcalde, el carnicero, el panadero y otras figuras destacadas del pueblo tuvieron que vestir cada uno de los cadáveres con un sudario y enterrarlos juntos, "delicadamente". Al mismo tiempo, ordenó a Fuller tomar "registro de la huella visual de ese ritual funerario". El resultado es una película muda de poco más de veinte minutos que jamás fue montada, las secuencias se siguen en el orden cronológico en que fueron filmadas. Esta pieza permaneció sin modificaciones guardada en un cajón del cineasta durante cuarenta años, hasta que otro director, Emile Weiss, le propuso a Fuller realizar una entrevista que diera cobijo a esas imágenes para que fueran legibles.













Fernández Moujan contó, en una de las presentaciones de Diamana-Kryygi, que su película fue proyectada en Paraguay y que integrantes de la comunidad Aché pudieron verla, aunque no logró aún traducirla al guaraní para que los pobladores pudieran seguirla con más detalle. El director cuenta que algunos entendieron el film y otros quizás no. Lo cierto es que su película, como la de Fuller, pareciera hablar un lenguaje que es el de Damiana y el de las víctimas de Falkenau: una gramática en la que se cierran los ojos de los muertos para abrir los ojos de los vivos. El ojo de Fernández Mouján, como el de Fuller, registra la huella de un ritual funerario.





La actual pérdida y borramiento de límites que hace ya tiempo se señala en las artes encuentra en estos ojos un centro de irradiación. La pieza de Fuller que permaneció sin ser montada durante décadas y el film de Fernández Mouján no son arte, en el sentido de que son testimonios. El film de Fuller sin la entrevista es menos que un testimonio. Las imágenes en silencio habilitan una interpretación, pero se vuelven ilegibles, no sabemos por qué unos entierran a otros, unos observan, otros dirigen el ritual. El de Fernández Mouján es más que un testimonio, recurre a artificios, dramatizaciones, puestas en escena de situaciones de investigación, la ambigüedad, el suspenso, apariciones y ausencias del propio documentalista. Ambos son objetos estéticos, en el sentido de ese menos y más donde no son testimonio.


    Si la crisis del arte tiene que ver con su función, en estas películas el cine está puesto a disposición del ritual. Como una pieza de artesanía. Una posibilidad es que esa parte que no es testimonio en estos objetos estéticos, la porción que es materia y objeto del arte, recuse al mismo tiempo la función del arte autónomo y a la razón que les dio lugar, tanto a la apropiación de Kryygi como al genocidio perpetrado por los nazis. El film de Fuller es distinto a todo lo visto acerca de la apertura de los campos porque no está montado como "pieza de convicción" para los juicios de Nuremberg. Lo que aparece en él es el ritual mortuorio, el material en bruto, plausible de ser montado. No es estética forense, sino más bien antropológica. Esa misma estética antropológica es la que pone en funcionamiento Fernández Mouján. Ambas narraciones son análogas a un montaje que las direcciona: el que yuxtapone los pasos del rito. El film de Fernández Mouján fue proyectado en el Malba. Los restos de Damiana fueron extraídos del museo de ciencias naturales y el ritual que les dio sepultura proyectado en el museo de arte.





Pablo Luzuriaga


Buenos Aires, EdM, mayo 2016

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