A fines de 2016 la editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA publicó Lugones. Diez poemas comentados. Críticos y poetas –Daniel Freidemberg, Sergio Raimondi, Silvio Mattoni, Guillermo Saavedra, Beatriz Bignoli, Guillermo Korn, Martín Greco, Fernando Murat, Samuel Zaidman y Santiago Sylvester- eligen un poema y lo comentan.
Son diez “prólogos” que se abren desde un poema hacia la obra y la figura de Lugones y que continúan una conversación con el prólogo de Graciela Montaldo que presenta el volumen.
EdM da a conocer a sus lectores el prólogo de Graciela Montaldo porque está convencido de que la literatura es un diálogo que se siempre comienza.
Un poeta en el
país de los desacuerdos, por Graciela Montaldo
Los grandes
cambios culturales del siglo XX comienzan, en realidad, a fines del siglo XIX.
Leopoldo Lugones (1874-1938) vivió durante aquellas décadas de cambios
radicales en la Argentina y reaccionó contra todos ellos. También actuó, de
manera decidida, e intervino en la construcción del nuevo país, que el nuevo
Estado modernizaba. Escribió poesía, prosa, ensayo. Publicó en periódicos, dio
conferencias, escribió discursos e interactuó con políticos. Aunque Lugones
comenzó a publicar a fines del siglo XIX y dos de los libros que llamaron la
atención de los intelectuales sobre su novedosa voz poética se publicaron
tempranamente (Las montañas del oro
es de 1897 y Los crepúsculos del jardín
de 1905), la selección de esta antología comienza en 1909 con Lunario sentimental. Es el gran momento
de Lugones cuando, en torno al Centenario, comienza a hacer converger su voz
poética con la voz de la nación.
Porque Lugones no se resignó a ser
el poeta que introduciría en la cultura nacional las grandes reformas estéticas
que la poesía venía experimentando desde mitad del siglo XIX en Europa y
América. Rubén Daría ya había recibido, tempranamente, el justo título de
fundador del modernismo y, con razón, fue reconocido como el iniciador, en la
cultura hispanoamericana, de todo lo moderno (en verso y en prosa) pues no solo
renovó las formas de la escritura sino también, y al mismo tiempo, la
institución literaria y lo hizo a través de una inusual intervención transatlántica.
No dejó mucho por hacer entre sus contemporáneos. Darío era trasnacional.
Lugones también, como moderno hombre
de su presente, se contactó con todo aquello que pasaba a su alrededor, pero se
concentró en el país (aunque viajó a Europa, jamás tuvo la ansiedad cosmopolita
de Darío). Como otros intelectuales de vieja estirpe argentina, en el país
inmigratorio, en transición hacia una posible democracia, con la lucha política
instalada en el seno de las modernas instituciones del Estado y con la
organización obrera en la calle, se sintió afectado. Descubrió en esa zona su
gran poder de intervención pero también de reacción. Condenó los cambios que
estaban transformando la estructura social de la Argentina y actuó en
consecuencia; escribió páginas denigratorias contra los inmigrantes, contra la
cultura popular (el tango), contra la democracia, trató (con libros como El payador) de colonizar el pasado
gaucho (y popular) en términos de la elite. Se alió al ala militar, a los políticos
nacionalistas y reaccionarios. En eso no respondió pasivamente a su tiempo;
actuó para que aquello ocurriera.
Es a partir, entonces, de Lunario sentimental que Lugones comienza
a auto-constituirse como portavoz de algo más que la literatura nacional. Lo
dice claramente en el prólogo. Dirigido oblicuamente a la "gente práctica",
Lugones –en tono irónico, como en el resto del libro– demuestra la "función social" de la
poesía en el mundo administrado:
"El lugar
común es malo, a causa de que acaba perdiendo toda significación expresiva por
exceso de uso; y la originalidad remedia este inconveniente, pensando conceptos
nuevos que requieren expresiones nuevas. Así, el verso acuña la expresión útil
por ser la más concisa y clara, renovándola en las mismas condiciones cuando
depura un lugar común."
Lugones equipara
la poesía con un dispositivo de actualización de la lengua que debe imponerse
según los parámetros de la gente culta. Debería, de este modo, equivaler a las
obras de arte materiales pues los versos son un lujo que imponen la idea de
buen gusto en la sociedad. Se trata, en pocas palabras, de que la poesía culta
se apropie de un lugar de enunciación que regule no solo contenidos sino
formas, que permita a los intelectuales señalar los valores estéticos pero,
como veremos, también éticos. La poesía se vuelve ese dispositivo que no solo
funciona con una sola lengua (el español) sino en una sola dirección.
Asignada la potestad sobre la
lengua, Lugones avanzará sobre la historia literaria nacional. En 1910, como
celebración del Centenario, publica las Odas
seculares –completa la celebración de la patria–, dos de cuyos extensos poemas aparecen en esta
antología. En la estela del Centenario, en 1913, pronuncia sus famosas
conferencias sobre Martín Fierro que
después reunirá en el libro El payador,
publicado oportunamente en 1916 (el otro Centenario). Este libro fundamental en
la cultura argentina, que canoniza y apropia la figura del gaucho, participa de
la novedad de los grandes públicos. Lugones es uno de los primeros escritores argentinos
en experimentar con "el vivo" de la literatura, con la performance de ser escritor, de hablar en
público para las grandes audiencias. Quisiera detenerme en esta práctica.
Sabemos que Lugones pronunció sus seis conferencias en el teatro Odeón, en
1913, ante un público atento y selecto, entre el que se encontraba el entonces
presidente de la República, Roque Sáenz Peña. Pero agreguemos que Lugones le da
un matiz nacionalista a una práctica nueva y variada de la cultura que está
ligada al espectáculo, que empieza a crecer en Buenos Aires y que involucra un
mercado de la cultura y la difusión de la cultura de masas. Allí aparece una
figura novedosa, la del empresario, que a tono con la creación de un pequeño
mercado en torno a la cultura, inventa las conferencias de "ilustres"
para grandes públicos. Uno de los primeros en organizar las conferencias en
vivo fue un empresario de espectáculos, el portugués Faustino da Rosa, que supo
aprovechar el circuito que le ofrecían las compañías navieras y la avidez de
las capitales culturales de Sudamérica, Buenos Aires, Montevideo, Río de
Janeiro. Su osadía comercial lo había llevado a financiar los primeros
espectáculos de varieté y de revistas (con desnudos). Viendo que había públicos
dispuestos a todo, Da Rosa intenta sacar provecho contratando intelectuales
para un nuevo tipo de espectáculo. Julio A. Costa (periodista, y político,
gobernador de la Provincia de Buenos Aires a fines del XIX) dice en Hojas de mi diario (1929: "Inició
pues aquí el señor Da Rosa la conferencia clásica, haciendo venir a la tribuna
pública argentina a Charcot, Amundsen, Margueritte, Enrico Ferri, Blasco Ibáñez,
Anatole France, Clemenceau, Jean Jaurés, etc." (p.343). No le irá bien con
France pero arrasará con Blasco Ibáñez. Y entonces va por más: "Al señor Da
Rosa, espíritu latino, y optimista como Lucitano, se le había ocurrido que
podía intentarse aquí la conferencia nacional como elemento autóctono..."
(íbid.) El argumento del empresario ante los
intelectuales esquivos a la nueva práctica de la conferencia pública es:
"Si yo tuviera un gran diario y le propusiera a usted colaborar bajo su
firma, a tanto por artículo, me
parece que no tendría por qué rehusarse. Pues yo trato de tener yo trato de
tener una gran tribuna en esta capital americana donde usted llega, y le
propongo colaborar en ella con su palabra magistral, a tanto por conferencia" (en Costa, p. 344). Hablar en público
es, en el mundo en que el periodismo empieza a marcar el ritmo de la
experiencia moderna, un sucedáneo de la escritura y para todo ello ya hay un
mercado. El problema es la escenificación de la palabra. Los intelectuales,
fuertes en el recinto de la letra, son invitados a mostrarse en el escenario, a
exhibir una nueva identidad que los hace vulnerables. El espectáculo, la nueva
relación social que la cultura de masas está desarrollando, tiene las reglas
que impone el mercado y algunos sucumben; otros sienten temor, precisamente al
público: "...se interrumpió el programa de conferencias del Sr. Da Rosa,
después de oír solamente las de Monseñor Franceschi, Lugones y De Tomaso. Los
demás que he mencionado, entre ellos yo, declaramos forfait, por diversas
razones..." (p.352). Lugones, no tiene miedo y acepta el desafío; lleva al
espacio público su discurso selectivo. Sin embargo, el público no le será fiel;
en 1916 Da Rosa (que ya es su amigo) insiste en que organice otro ciclo, sobre
estudios clásicos. Las conferencias serán recopiladas en La funesta Helena (1922). En el prólogo, Lugones dice: "La
escasa concurrencia demostró mi evidente impopularidad, contribuyendo a ello,
según me explicaron, la falta absoluta de propaganda que yo mismo había
impuesto; pues me parecía que, sea dicho sin mengua para nadie, alguna
diferencia ha de existir entre un comentador de Homero y un actor de
tablas". Lugones quiere diferenciarse pero, en realidad, su declaración
muestra más cabalmente lo que une a esos dos mundos: los actores y actrices
también tenían fracasos de público. El escritor conferenciante entra en el
ritmo del mercado de manera más inmediata que con el libro. Haga lo que haga
para diferenciarse de fenómenos comerciales, pertenece a su mismo régimen. La
conferencia es ya parte de la cultura en la incipiente sociedad del espectáculo.
Lugones seguirá haciendo apariciones
públicas pero, fundamentalmente, seguirá publicando libros. En ellos, seguirá
explorando el mundo de las rimas y los metros, afirmando la práctica de la
poesía a pesar de los decretos que la condenaban a muerte; sosteniendo
firmemente la poesía moderna ante los embates de la vanguardia, fortaleciendo
la voz del poeta como gran enunciador de la nación y del pueblo. Así lo
muestran todos los textos de esta antología y lo explicitan los prólogos:
Lugones vuelve a la historia, vuelve a la domesticidad, vuelve a las
experiencias simbolistas, vuelve a las rimas sofisticadas; o mejor: permanece
allí, en el lugar del que nunca se movió. Sus intentos de regular el ámbito de
la palabra según los criterios de unos pocos fracasaron, pero fueron,
precisamente, una muestra de que en el país donde proliferaban las disputas y
los desacuerdos ya nadie podía arrogarse el derecho a hablar por todos.
La época de los cambios que Lugones
transitó le permitió experimentar con la palabra, con la escritura, con la
ciencia, con la política. Pero, fundamentalmente, lo ancló en la poesía y le
permitió afirmar la literatura y convertirla en una práctica definitivamente
argentina.
Obras citadas
Costa, Julio A. Hojas de mi diario, Buenos Aires, Cabaut
y Cia., Librería del Colegio, 1929
Lugones,
Leopoldo, Lunario sentimental, Buenos
Aires, Arnoldo Moen & Hno., 1909
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-----------. La funesta Helena, Estudios
helénicos, Buenos Aires, Babel, 1922
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