magínense por un momento que en vez de llamarla “concha” –a la vulva, me refiero- la llamásemos “chancha” o “puerca”. Era lo que hacían, a grandes rasgos, dos pueblos del Mediterráneo: los griegos y los romanos. Los primeros empleaban el vocablo choîros para referirse tanto al cerdo como al órgano sexual, mientras que los segundos lo denominaban porcus o, más cariñosamente, porcella. Pero no deberíamos apresurarnos a concluir, como suele hacerse, que estaban tildándola así de sucia, impura o maloliente.
Ambas lenguas disponían de dos sustantivos para referirse al cerdo: hus y choîros, por un lado, sus y porcus, por el otro. Como lo demostró Benveniste en un artículo brillante, los vocablos choîros y porcus se reservaron, en un principio, a los puercos más pequeños, es decir, a los lechones. Es habitual, en latín, la expresión lactens porcus, pero nadie ha oído hablar jamás de un lactens sus. Ahora bien, a diferencia de los cerdos adultos, los porci eran considerados animales puros y, como consecuencia, aptos para el sacrificio. La fórmula porca contracta aludía a la obligación expiatoria de sacrificar una lechona, pero ningún texto habla de un sus contractus. Algo semejante sucedía con el choîros que los griegos consideraban sagrado: ese délphax cuyo nombre se trasladaría a los delfines y al santuario de su dios, Apolo. De modo que ni los griegos ni los romanos parecían asociar al lechón con la suciedad, la inmundicia o la impureza. Más bien todo lo contrario. Para referirse a un individuo grosero (a un cerdo) los romanos decían, a lo sumo, sus, y no porcus, y el sustantivo porquería es bastante posterior. Isidoro de Sevilla pretendió derivar spurcus de porcus, pero esta etimología es fantasiosa: a pesar de la homofonía, el adjetivo italiano sporco no tiene nada que ver con porco.
Habría que recordar además que el lechón relleno -y en especial la vulva porcae repleta de ingredientes varios- era uno de los platos más refinados de la cocina romana. Macrobio lo había llamado, en broma, porcus troianus, por analogía con el caballo de la Ilíada, y los franceses conservan todavía esta ocurrencia en el nombre de la cerda: truie.
Restaría saber por qué a esos pueblos del Mediterráneo se les ocurrió darle el nombre del animal de granja al dichoso órgano sexual. Este enigma sólo puede resolverse si recordamos una tercera entidad que, tanto en latín como en griego, porta igualmente esos nombres. Se trata de esa variante de concha marina que llamamos, todavía hoy, porcelana. Este molusco conquiforme se asemeja, en su anverso, a un lechón y, en su reverso, a una vulva (una vagina dentata, incluso, en algunos ejemplares). De modo que los nombres choîros y porcella se trasladaron, primero, del mamífero a la valva, por analogía anatómica, y de ésta, después, a la vulva, por idénticos motivos (en la clasificación de Lineo sigue notándose la influencia del error isidoriano, ya que denomina Erosaria spurca a una variante del molusco).
La porcella conoció incluso una última transposición. Cuando los marinos genoveses llegaron de extremo oriente trayendo una cerámica delicada, blanca y opalina, sus compatriotas no dudaron en llamarla porcellana, debido a su semejanza con la cubierta bruñida del marisco. La fascinación que esta loza suave y pura suscitó en los europeos, incitó a algunos artesanos a tratar de fabricarla a partir del carey del molusco. Pero hubo que esperar al comienzo del siglo XVIII para que un alquimista berlinés descubriese, gracias a su peluquero, el secreto bien guardado de la porcelana china. Jan Friedrich Böttger, no obstante, nunca apreció la belleza tersa de su porcelana. Encerrado en un palacio de Sajonia, le consagraba los días y las noches a una obsesión peregrina: obtener de una vez por todas ese “oro filosófico” que algunos habían llamado también piedra filosofal.
Dardo Scavino (Bordeaux, Francia)
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