Ana Eckell es una de las grandes artistas de la pintura argentina contemporánea. Sus obras han sido premiadas en numerosas oportunidades en el país y en el exterior. Varias de ellas forman parte de colecciones de distintos museos del mundo. Actualmente exhibe la muestra “La última curva”, en el Museo Sívori.
- ¿Cómo se armó el discurso de La última curva? ¿Cómo fue ese proceso en el cual cada cuadro encontró su lugar, su iluminación…?
- Esa pregunta es un universo, es el núcleo de todo. A medida que trabajaba, y sobre todo cuando terminé, me fui dando cuenta que todo había sido, digamos, como un recorrido circular. En un principio me pidieron que escribiera un texto, un proyecto. Y esto en realidad es la antítesis de mi proceder, porque cuando pinto voy, simplemente, jugando, tirando una mancha, o partiendo de un garabato, un gesto… todo en permanente movimiento; ir produciendo alguna alteración en esa superficie que está en silencio, que es el blanco de la tela, o también el color lino, que tiene una especial textura. Y me dejo llevar, como si estuviera flotando, flotando en el aire, haciendo que todo simplemente aparezca… Entonces me río cuando me piden un texto, porque lo último que haría es programar cualquier cosa. Pero como algo había que escribir, empecé a jugar también. Y me ocurre lo que jamás quiero hacer, por ejemplo programar, tener un curador que me diga cuál es justamente el plan, el texto, u otro curador que me diga cómo colgar, cómo trabajar esa geografía en un espacio arquitectónico determinado… cuando ya tomé partido al respecto, la clave para mí de todo eso está en cada mancha, en cada línea, en cada garabato que aparece en la tela. Para esta muestra me di cuenta que tenía que jugar, primero con aquellas piezas que yo nunca, salvo algunas excepciones, hubiera mostrado, no importaba de qué período ni el procedimiento. Nunca pinto para una muestra sino que elijo determinadas piezas que me dicen algo, que se articulan de acuerdo a algo que está queriendo manifestar. Y acá, en el Museo Sívori, se trataba de algo bastante más extenso, más controvertido, y se me ocurrió poner, hacer trabajar entre sí esas piezas y dejar abierto el juego, o más bien provocar el juego, que se instale una corriente entre la obra y el espectador, entonces la irritación, la sorpresa, el placer, la identificación, involucrarse, tener que producir, responderse, porque yo no estoy acá para estar colgada; en realidad yo sólo vengo de vez en cuando. Que cada uno siga por donde quiera. Mucha gente empieza con el título, La última curva. “Pero cómo, dicen, ¿te vas a morir?” Y yo respondo, es muy probable, casi seguro… pero no sé cuando (risas). Nunca sabemos en qué momento vamos a morir, y además no me importa demasiado. No tengo ningún problema porque estoy preparada para partir en cualquier momento. Eso sí, si me toca quedarme me quedo encantada. Pero si me toca irme... O también me dicen “Ah!, la última curda”, seguido de un ¡ooh! Un coleccionista me llegó a decir “¿sabés lo que quiere decir esto, “La última curva”? El culo” (risas) Jamás se me hubiera ocurrido.
- Un poeta el hombre.
- Muy poético. Por suerte fue todo por teléfono. Lo que me interesaba explorar era cómo distintas piezas de distintos momentos pueden dialogar y además también cómo participan de los mismo principios, del mismo tipo de conceptos. Aunque para algunos es como si lo hubieran pintado distintas personas. ¿Y por qué no? ¿No podríamos ser varias personas? Mientras no sea el Doctor Jeckyll Y Mr. Hyde (risas) Total, con la pintura no matás a nadie, es sólo algo que tenés en la cabeza, no se lo tirás por la cabeza, no es la idea. Pero además, es ver cómo una forma, un modo de operar, de estar en el mundo, atraviesa distintos períodos. Yo no les pongo fechas, por ejemplo. Pero hay que ponerles fecha porque si no los historiadores del arte se vuelven locos. Ojo que no tengo nada contra los historiadores… es que me gusta que se entretengan, molestarlos un poco (risas). Y en esta muestra paso por distintos períodos, y por alguna razón los revisito, y es como que a cada tela la zamarreo un poco y le digo “te acordás ayer”… es muy raro, pero pasa. O también algún procedimiento que vuelve a aparecer. Hay conexiones formales y conexiones más finas…
- Es como si esta curva fuese la última de una ruta que une muchas cosas. ¿Se trata de una ruta de llanura? ¿O es una ruta con cornisas, abismos, puentes destruidos?
- Una ruta con muchos fantasmas. Por suerte existen las palmetas, así de a los fantasmas les vas dando la salida. A los puentes rotos les tirás un cable, donde no hay nada hacés como los alpinistas, subís por donde podés… y en la pintura también. Por eso van apareciendo formalidades, soluciones diversas. Hay gente que es más constante, o sigue una moda. Cómo será ir vistiendo distintas modas (risas)
- Por lo que venís diciendo uno podría pensar que existe un paralelismo estrecho entre el armado de una muestra y la elaboración de una pintura.
- El montaje de esta muestra lo hice como si estuviera pintando con los cuadros. De alguna forma cada cuadro es un módulo de distinto tamaño, color, energía, para hacerlos dialogar en el espacio hasta que encuentren su lugar. Como cuando eras chiquito y hacías casitas con cubos: quizás no eran en realidad “la” torre o cosas por el estilo; eran cosas que para vos tenían un significado y además eran eso que vos te imaginabas. Va más allá de un significado, un contenido, un sentido de cada pintura que en sí es un cuerpo, un sistema de pensamiento en acción. La idea no era realizar esta muestra con un criterio cronológico sino según el fluir del sentido.
- ¿Qué es lo que guía este fluir?
- Y, algo había… quizás sea lo que comúnmente se llama intuición. O algo como la posibilidad, dentro de la enorme orfandad de un ser humano en medio de sus desvelos y sus contiendas, de hacer una conexión, porque si hacés una conexión en profundidad con uno mismo, se puede hacer conexión con otro, y este otro hace conexión con otros. Cuando uno hace conexiones con otros no tienen por qué ser actores tangibles. Van más allá del tiempo. Cuando uno se mete en todas estas cosas da la impresión de que el tiempo no existe, una sensación de que el tiempo puede ser maleable. Por eso uno de los cuadros se llama Tiempo comprimido, y también hay otro llamado Tiempo suspendido. En realidad el tiempo es uno, pero hay que dividirlo en parcelitas, para tranquilizar a los ansiosos, porque es difícil ser corpóreo, pesado y al mismo tiempo volar. Cuando conectás, siempre vas a encontrar el momento justo, el día justo, la palabra justa, por el medio que sea. Y se trata de dialogar con eso, no hay ningún fantasma. Es la sensación que tengo cuando pinto: realmente jamás pienso. No pienso ni cómo operar, ni que tengo que pintar algo para ser colgado en un museo, ni que sirva para algo, ni que tenga un valor, ni que le guste a nadie. Y a veces tengo la sensación de que lo único que hay es esto, esto que va encontrando su cauce, y este cauce va develando el sentido. Pero el sentido es algo que no puede traducirse en palabras, el sentido es algo con lo cual yo juego, y me sirve de contención, lo que le insufla vida a la materia, en este caso pictórica. La forma también aparece de acuerdo al soporte. Es como cuando buscás una palabra. Es una elaboración, pero no viene previo, no es una cosa formal, no es la palabra porque es bonita. Es porque es esa palabra la que denota eso que vos querés decir. Con lo mínimo estás evocando algo que es válido para todos aunque cada uno lo procese a su manera. Es muy amplio, pero se va cerrando y abriendo, como coagulando algo que es “eso”. Pero cuando es, “eso” dispara en toda su solemnidad.
- Hablando de palabras, muchas de tus telas incluyen palabras. ¿Cuál es la relación entre la forma, el color, y la palabra?
- ¿La palabra dentro del cuadro o el título?
- En principio dentro del cuadro.
- Hay cosas que se pueden resumir en anécdotas muy sencillas. Esto en particular tiene que ver con garabatos. Yo siempre garabateé. Cuando era chica me gastaba todas las hojas y las biromes haciendo dibujos y garabatos. En los setenta llevé una especie de diario en los monos de los libros que mi ex marido dejaba de lado. Él hacía sus proyectos de diseño y yo me hacía de un nuevo soporte. Venía de trabajar con una técnica con lápices de colores con la que podía modificar, mover la materia hasta que la imagen encontraba su forma. Como ya había cumplido su ciclo, decidí trabajar con tinta china, que no es como cuando trabajás con lápiz; es fija, no permite cambios. Más que dibujar, la idea era limitarse a un sólo gesto... y no poder volver atrás. Quería esquivar la urgencia por definir y así daba vuelta la página, y aparecía uno, y otro grafismo hasta llegar a la última hoja. Tampoco podía, según mi costumbre, tirar nada porque las hojas pertenecían a un diario, ése era mi desafío. No se trataba de copiarlos; se trataba de ponerlos sobre la tela y trabajar encima de ellos... eran eso, en crudo, tenía que hacer algo con ellos y resolverlo. Era territorio extraño, no estaba dentro de ningún código. Después me dediqué a intervenir una y otra vez, a volver a cada página cada vez con lo mínimo, hasta que me expulsaba. Y me cambió la cabeza sin darme cuenta. En el ´82 desarmé los diarios y organicé las imágenes de modo que se pudieran ver en simultáneo, vinculadas con cinta pegadas en el reverso, montadas sobre varillas una arriba y otra abajo, que colgaban como los mapas en el colegio cuando era chica. Algunos compañeros me decían: estás loca; vendés bien, tenés galería… ¡y cambiás de estilo! Un crítico muy valorado me dijo desde su altura, cuando los mostré por primera vez en el ´82: ”vos sos muy buena pintora, Ana, pero no te hagas la graciosa” (risas). Y de golpe no me invitaban unos, pero comenzaron a invitarme otros. En ese hilo, después de otros desarrollos, en los noventa fueron los garabatos y anotaciones que hacía mientras hablaba por teléfono los que tomaron el primer plano, y más tarde el último. En esa época se estaban haciendo instalaciones y me invitaron en 1994 a participar de una muestra internacional con un jurado de 20 historiadores del arte, curadores, críticos directores de museo de otras partes del mundo y unos pocos de acá. Me trepaba por las paredes hasta que se me ocurrió pegar fotocopias de los garabatos, así como eran, tapizando la sala, que era muy grande. Un día entro a la sala y veo a un colega muy concentrado y mascullando: “¡esto es pura sanata!” estaba enojadísimo, y cuando me vio… glup! (risas) Me hizo gracia, a mí me gusta que la gente piense distinto. Algunos se enojaban, otros se reían, otros pasaban bastante tiempo leyendo. Después aparecierom pegados en el fondo de las pinturas, con independencia del trabajo lineal que se superponía. Es muy gracioso que en esa época me hubiesen dado el premio Telecom, aunque yo estaba en Telefónica, cosa que jamás les confesé... Mi hija me dijo: " ya que te dieron el premio Telecom por qué no les decís que te paguen la cuenta del teléfono" (risas).
Lo que hice con los garabatos fue transferirlos al fondo de la tela. En realidad no hay un relato, porque son todas imágenes inconexas. Cada uno puede interpretarlos como quiera, no hay un guión. El nexo es que casi todos garabateamos, no hace falta ser artista. O cada uno reconoce la verlo al artista que llevamos adentro. Es más, están tirados allí, en el fondo de la tela… Justamente lo que no quiero nunca es operar de acuerdo a una estética determinada, que en realidad es como un modelo que está en tu cabeza. Y es como que ese algo que tenés en tu cabeza te dice: la realidad tiene que encajar en esto. ¡Y para mí no va!...
- ¿Y cuáles eran las impresiones?
- Nada, en fin, que el mundo es amplio, a mí me parece lindo, como de distintos colores: hace poco vino una persona y me contó había conocido a alguien que cuando estaba en la escuela ya sabía que iba a tener "éxito". Los profesores lo señalaban: ellos ya sabían quiénes eran los que iban a tener un gran "éxito". La suerte que tuve es que nunca nada de lo que yo hacía les parecía bien... y yo buscaba cada vez en otra dirección... O sea que, en realidad, me salvé (risas). Cuando a los seis años dije en casa que quería aprender a dibujar me dijeron que me podía enseñar mi abuela, pero duró poco: empezó por la perspectiva, pero pese a mis esfuerzos no fue posible y renuncié. En cambio me encantaba verla trabajar; un silencio muy especial que se generaba alrededor de ella cuando pintaba. A mí no me interesa el éxito, no hay éxito. Me interesa no quedar encapsulada en un formato.
- Pero de alguna manera el modelo surge en tu obra, al menos a posteriori.
- Sí, algún plan hay… el asunto es que no sea muy fijo. Algo que yo creo se va logrando, y que se vaya armando, armando lo que en realidad se nos cante (risas). A mí me gusta que todo esto genere reacciones de todo tipo, y me parece bien. ¡Ladramos! En realidad, se trata de estar ahí plenamente. Ver, comunicar, eso en sí es lo que importa. Además, si te crees el yo, el personaje te inmoviliza. Te casás con vos mismo, esquivás la realidad, vas a parar a la lona.
- Tal vez todo se volvería fascista…
- ¡Eso! Por eso se trata de ofrecerle a los demás aquello que nos afecta, y dejar que el otro juegue con todo ello. En realidad cuando vos retirás una capa, aparecen otras cosas.
- ¿Qué papel cumplen los títulos de las obras en todo esto?
- En realidad los títulos son… ¡bueno arreglate! (risas). Forman parte de la historia: como todo el resto, el título simplemente aparece, cae en un momento determinado y no en otro.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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