Un violinista en el subte, por Miguel Vitagliano

Si hay un furor que parece inagotable en el mundo contemporáneo es la pasión por la entomología. Todos somos entomólogos y los insectos siempre son los otros. Lo primero garantiza lo segundo. El desarrollo tecnológico hace más efectiva la observación y la experimentación. Hay cámaras en las calles, en los negocios, en las escuelas, en los bares y lugares de esparcimiento, en los medios de transporte, en las casas, en todas partes con tal de observar, detectar y protegernos de la amenaza de perversos aguijones venenosos. Y nadie está exento de despertar una mañana convertido en un espantoso insecto.
    Lo ocurrido la mañana del viernes 12 de enero de 2007, en hora pico, en una estación de subte de la ciudad de Washington, podría ser leído también de ese modo: una cámara oculta registró las reacciones de los transeúntes que pasaban delante de un violinista que estaba interpretando la “chacona” de la Partita n°2 en Re menor de J.S.Bach. El experimento fue organizado por The Washington Post y el músico convocado era Joshua Bell (EE.UU., 1967). Se buscaba comprobar si la gente podría detenerse un instante a disfrutar de “la belleza”, si esa intervención musical era capaz de modificar en algo el ritmo vertiginoso del comienzo de la jornada. El diario español El País (9-4-2007) celebró la experiencia realizada con una nota titulada “La belleza pasa desapercibida”. Días antes de ese viernes, Joshua Bell había interpretado en el Boston Symphony Hall a sala llena algunas piezas del repertorio que tocaría en el subte con su Stradivarius de 1713. El director de la Orquesta Nacional de EE.UU, Leonard Slatkin, consultado en los días previos sobre la experiencia, arriesgó que aproximadamente un 10% de las transeúntes se detendrían a disfrutar de la música. Joshua Belle interpretó su repertorio durante 43 minutos; los transeúntes fueron 1070; 27 le dieron alguna moneda (sumó en total 32 dólares), y sólo uno se detuvo a escucharlo. Los datos, por más secos que parezcan, siempre están cargados de intenciones.
    Joshua Bell comentó después que lo que más lo sorprendió fue no oír aplausos al terminar cada pieza. Una sorpresa más que comprensible, su trabajo quedaba incompleto sin esa intervención del público. Ese aspecto fundamental, sin embargo, era lo que la experiencia había decidido dejar de lado. Joshua Bell estaba habituado a interpretar su música para un público, y el público se define por la elección de querer compartir una situación y un lugar; los transeúntes también estaban habituados a su rutina, querían llegar a tiempo a donde iban, no habían elegido ser público. El músico y los transeúntes actuaban al ritmo de sus propias rutinas.
    La experiencia terminaba por demostrar lo que quiso desde un principio: negar el valor del público. Y con énfasis: porque negaba al público –lo indiferenciaba- al mismo tiempo que decía celebrarlo. Reproducía un concepto de arte bastante insostenible teniendo en cuenta los cambios perceptivos del XX; es decir, el arte como un valor puro y residente en el objeto, no como un valor construido en un diálogo con el público y que no deja de reclamar nuevos intérpretes para no coagularse. Un arte ajeno a los asuntos de la hipnosis, una música que no calma a las fieras ni hace que los insectos queden suspendidos en el aire sin importar siquiera si es el día o la noche.
Miguel Vitagliano (Buenos Aires)

Post a Comment

0 Comments