No parece complicado imaginárselo. Puedo hacerlo; lo veo: está sentado en una banqueta de madera, medio desvencijada, a punto de caerse. Es un lugar estrecho, sucio, de paredes de piedra, húmedo, con poca luz. Hay una mesa. Está gordo, viejo, agriado: fueron demasiados años de vida carcelaria para un marques. Escribe, el divino marqués Donatien Alphonse François de Sade, escribe: sus cejas se contraen, cada tanto se muerde el labio inferior, como si alguna ocurrencia le pareciera especialmente escandalosa, y hasta creo saber lo que piensa: el marques, cuando escribe algún que otro pasaje especialmente revulsivo, supongo, piensa en lo que van a decir los religiosos, esos: los curas, las damas de la corte, los mojigatos, los cobardes. En ellos piensa el marqués. Pero no se da cuenta, creo, no comprende, no logra saberlo, supongo, lo mucho de predicador que tiene: el marqués está tan empecinado en hacernos creer en lo que él cree, que olvida la sutileza de sus personajes. Entonces los carga de sentencias. Es verdad: son sentencias transgresoras y hasta revolucionarias, pero aún así: no dejan de ser sentencias, sermones libertinos que buscan convencernos de las bondades de una moral hedonista.
Y en eso, en la manía catequística con la que repite sin aburrirse cada uno de sus argumentos, en eso, digo, se puede percibir la grandeza y los límites del marques. Me explico: el marqués es un razonador consuetudinario, cree en el poder persuasivo de un argumento. Por eso, laboriosamente, amasa razones: las pone en fila, las cuestiona, las da vuelta y hasta la hace travestirse, en fin: el marques es un sofista y un sofista que conoce los resortes íntimos de su aparato. El punto es otro, entonces. Lo que realmente conmueve del marqués es que usa toda esa artillería argumental para defender atrocidades: el crimen social, el filicidio, la violación, el asesinato, el hurto, la inequidad, la injusticia, el fratricidio, el incesto. El marqués parece ignorar la temperatura de las palabras, eso: lo que hace que una palabra tenga un erotismo propio, ajeno a toda argumentación, esa intimidad que se fue sedimentando a lo largo de la historia de la lengua y con la que, pacientemente, un escritor quiere hacernos cómplices del modo singular en el que logró erotizar el lenguaje.
Marcos Bertorello
Buenos Aires
EdM, Agosto 2012
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