l texto anterior se cierra con esa especie de maldición escrita por Mallarmé: “La carne es triste, ¡ay!, y todo lo he leído”, del poema ‘Brisa marina’, y ahora que está copiada aquí, ahora que ha sido proferida, qué necesaria parece la cita de Eliot, una ablución que se lleva por el desaguadero la revelación, por un instante insoportable, de que entre carne y lectura sólo habría tristeza y nada…
En cambio, Eliot instala una relación entre certeza y tiempo (“Y claro que habrá tiempo”), entre valor y pena (“Y habría valido la pena, después de todo”) y esos versos de ‘La canción de amor de Alfred L. Pruffrock’, escritos a comienzos del siglo XX, después de todo esperanzados en sí mismos, casi responden a aquél escrito a fines del siglo XIX.
Cómo redimen del golpe, de la segura melancolía con que se hunde en nosotros la disyunción dolorida del “¡ay!” que divide en el verso mallarmeano dos certezas terribles, y cómo, sin nombrar ni carne ni tristeza ni libros, esos versos casi conversados, disuelven, evaporan, vuelven frágil tanta seguridad: devuelven el cuerpo al texto y el texto al lector, como asegurando que siempre habrá lectura, sexo, muerte.
Se dice que escribió Sei Shonagon en El libro de la almohada, en el año 1000: “Hay dos cosas en la vida en las que confiar: los placeres de la carne y los de la literatura”, y si bien no es seguro que estos poetas hubieran leído ese diario, ni es seguro que los versos dialoguen en anacronismos o secuencias, qué buen descanso el de una frase como ésa, encontrarla cuando todo parece perdido.
Liliana Lukin
Buenos Aires, Argentina, EdM, agosto 2012
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