Alaska, por Christian Broemmel





Un peso
con cincuenta; no da cambio. Colocar el vasito en su lugar.
Introducir las monedas de a una. Seleccionar el sabor deseado. Ojalá
todo en la vida fuera así, paso a paso, de manual; me hubiera
evitado muchos problemas, piensa, o habría encontrado al menos las
posibles soluciones, como ser: ella duda, ver página 320. Sin
embargo, para él, una mujer era siempre un hecho inesperado, una
sucesión infinita de eventos inexplicables, impredecibles, un libro
caótico de lógica extraterrestre. Por otro lado, según Gerardo,
era esperable que así fuera. ¿Pero quiere café? Se seca con la
manga de la camisa las gotas de transpiración que se aburbujan en su
frente que hierve; ahora el puño de la manga está mojado, al igual
que la axila. Todas buenas razones para negarse, pero los ojos le
pican como una peste y sus párpados resignados se lanzan a cubrir
esos despojos a la manera de una mortaja que él levanta cada tanto
como si quisiera comprobar que aún están vivos. Y lo están; las
mortajas se convierten en santo sudario para poder ver a Celina que
se acaba de sentar en su escritorio dejando su cartera a un lado como
si viniera de la calle aunque había llegado a la oficina a la mañana
temprano incluso antes que él. Debe estar en sus días, pensó
Adrián, quizás fuera mejor evitarla. Pero no pudo evitar su
sonrisa. Su sonrisa y ese leve movimiento de mentón, hacia él, que
junto con el desplazamiento de su frente hacia atrás y un poco hacia
arriba parecía querer decirle: ¿Y? Sí, es un poco gorda, pensó,
pero me mueve. ¿Qué hacés apoyado ahí?, le palmeó la espalda
Gerardo, ¿tenés miedo de que se caiga la máquina? Entonces Adrián
sumó palma y mentón, frente y ¿Y?, y entendió el gesto de Celina.
Sonrió: no estoy durmiendo bien, dijo un poco para nadie porque
Celina había atendido el teléfono y Gerardo ya no estaba o más
bien estaba con esa forma que tenía él de no estar: a veces hablar
con él era como el viejo chiste del contestador telefónico que lo
atiende a uno con un ¿hola? del dueño y cuando hola soy Adrián,
resulta que del otro lado hay un silencio y después no estoy podés
dejarme tu mensaje. Adrián odiaba esos contestadores; en su casa
tenía uno que decía no tengas miedo lo peor ya pasó. ¿Ves lo que
te digo?, le dijo Gerardo a Adrián, que parecía estar fuera de
servicio.




Introducir
las monedas de a una. Cincuenta, cincuenta, cincuenta. Seleccionar el
sabor deseado. Capuchino. Es una ecuación lógica. Ya está. El
ruido de la máquina y el exquisito olor a café. Sin imprevistos,
sólo placer. Pero café en vasito, cuando él necesita toda una
taza. En vasito de plástico, encima. Adrián manoteó pero tarde, y
del café sólo pudo juntar la leche, con algo de chocolate, porque
se había olvidado de poner el vasito en la máquina. Otro olvido y
ya van... pero este no era ni el único ni el más importante: tenía
que hacer lo que tenía que hacer en el preciso instante en que lo
tenía que hacer, porque si no lo hacía así, se olvidaba o lo daba
por hecho. Es el calor lo que me tiene mal, pensó, ya eran varias
noches: si dormía vestido se sentía un lavarropas, retorciendo y
empapando el piyama mientras daba vueltas y vueltas en la cama; si
dormía desnudo se soñaba feta de jamón semisumergida en una sábana
de muzzarella, todo pegoteado; pero eso era también porque comía
pesado y mal desde que estaba solo; cuando comía.



Miró el fondo del vaso, dudando
si tomar o no ese líquido barroso, hasta que lo distrajo la risita
descuidada pero exacta de Inés, siempre tan linda y bien dispuesta
pero verdadera como el titular de un diario de fútbol. Lo miraba
desde la cima de su minifalda gris, como siempre, por lo que Adrián
volvió la vista de nuevo hacia Celina en el momento en que con un
delicado estruendo se sonaba la nariz con un pañuelo tan pequeño
que podría haber sido un posavasos. No digas nada, se dijo, mientras
un tené cuidado de que no se te escape ninguno se alejaba inevitable
de su boca. ¿Por qué había dicho una cosa así? ¿Por qué no
podía evitar decir cosas así? ¿Qué influencia había tenido decir
cosas así en lo que le había pasado? Pero no había sido culpa de
él, igual, ¿o sí?, siempre la misma pregunta. Inés se rió de
nuevo al tiempo que Celina lo miraba como si él fuera una gorgona
que la había convertido en piedra. Es que el otro día vi una
película donde unas criaturas se escapaban y... dijo al borde del
tartamudeo sin que Celina dejara de mirarlo como esperando que algún
Perseo le cortara la cabeza, con el retazo de tela ese aún adherido
a su nariz. Adrián intentó desesperadamente minimizar el efecto de
sus palabras. ¿Cómo podés estar resfriada con el calor que hace?,
le dijo y ella se alzó de hombros y miró un poco hacia el costado
de él, un poco más allá, percibiendo antes que Adrián algo que a
él le hizo sentir un frío que le recorrió la espalda. Colodrero,
escuchó desde la oficina de su jefe, ¿podés venir un momento?


Adrián asintió y dejó el
vasito en la basura. Cruzó la puerta y fue como si se metiera en una
heladera: el único aire acondicionado que funcionaba en todo el piso
ronroneaba suavemente, aunque les habían prometido que ya pronto los
iban a arreglar, tal es así que cuando se cerró la puerta detrás
de él, Adrián tuvo miedo de que se apagara la luz. Conservar en
frío, pensó mientras su jefe se sentaba en el borde del escritorio
y lo invitaba a quedarse parado. Fazzino, ese era su apellido,
¿fumaría?, se las daba de fresco. Se lo imaginó de noche, pegado a
las sábanas, y pensó en una pizza a la calabresa. ¿Fazzino es un
apellido italiano, no?, le había preguntado una vez. Sí, del sur,
¿por? No, curiosidad. No, decime. Mi abuela, ella era del sur de
Italia, mintió. ¿De dónde? De Calabria. Ah, qué casualidad. No me
diga. ¿De dónde? ¿El pueblo? Sí. No me acuerdo; un lugar de mucho
calor. Sí.


Colodrero, con respecto a ese
ascenso que solicitaste, a Adrián siempre le llamaba la atención
que se dirigiera a él por el apellido y sin embargo lo tuteara, es
usted un hombre joven para hablar de solicitaste, tan formal, pensó
e intentó escucharlo aunque sabía lo que venía: con respecto al
ascenso quiero que sepas que yo aprecio mucho el empeño que le ponés
a tu trabajo y quiero decirte que en lo tuyo sos el mejor, pero para
ascender necesitás comprometerte más, ponerle un extra, no sube el
que meramente cumple su horario, por mejor que sea, ni el que sólo
se fija en hacer bien lo suyo; se proyecta el que trata de estar en
todo, el que abarca los huecos que dejan los demás, el que busca una
solución a los problemas que surgen en toda el área y se queda sin
dormir para superarlos; y yo no creo que eso ocurra en tu caso,
además últimamente te veo con poco empuje, si me permitís una
opinión más personal, ¿cómo está tu vida privada? ¿bien? A
Adrián las ojeras le pesaron como las media sombras del
estacionamiento de la empresa en los días que llueve y se hinchan
de agua contenida amenazando reventar sobre el auto que tengan abajo,
y quiso reventar, de hecho, sobre ese deportivo descapotable con aire
acondicionado, que era atlético, sí, pero que ya comenzaba a perder
el pelo, y que tenía frente a él. Sintió las manos frías cuando
cerró los puños para partirle la mandíbula de una trompada, pero
en vez de eso el descapotable rugió algo que podría haber sido una
risa pero que terminó en un gesto indefinido acompañado de un
movimiento pendular de la cabeza. Bueno, ya sabés, pero en serio, se
te ve cansado, ¿por qué no te tomás un café?


Cincuenta, cincuenta, cincuenta.
Quizás sí había sido su culpa después de todo, quizás los
olvidos no fueran nuevos, pensó: entre los dos median silencios que
parecen olvidos, le vino la frase que había subrayado hacía poco en
un libro. ¿Cómo, sin embargo, tenía memoria para eso? Subrayar,
tomó nota. Adrián contuvo un estornudo.








A las dieciocho horas cero cero,
Adrián apagó la computadora y escasos minutos después salió del
edificio acompañado por Gerardo, como solía suceder. Les gustaba
caminar algunas cuadras por Florida para desentumecerse después de
la oficina y, particularmente en verano, para mirar a las oficinistas
salir del trabajo con sus polleras cortas y camisas transparentes. El
sol ya comenzaba a descender pero todavía estaba alto, engañado por
el cambio de horario decretado por el gobierno. ¿Podés creer lo que
le dije a Celina hoy?, dijo Adrián como hablando para sí mismo. Sí,
ja, no fue muy fino, pero pensá en positivo, parece que a Inés le
pareció muy gracioso. ¿Y qué? ¿Cómo y qué?, Inés es un avión.
No, es demasiado flaca. No, Celina es demasiado gorda. Demasiado no,
además es muy bonita. Bueno, levantá los ojos de las piernas de
Inés y mirale la cara. Pero ya te dije, es demasiado flaca. ¿Qué
más querés para el verano?, guardate las calorías para pasar el
invierno. Che, pará que Celina me gusta en serio. Habían parado en
la equina de Corrientes a esperar que cambiara el semáforo. A un
costado de Adrián un chico lo miraba impávido con la cara
enchastrada por un helado que se le derretía en la mano. Adrián lo
codeó a Gerardo. Veladas Paquetas, dijo y Gerardo se rió, y sin
embargo subrayar quizás haya sido el problema, pensó: su tendencia
a subrayar, a no dejar que las cosas sencillamente sean.


Cruzaron la calle casi tan
derretidos por el calor como aquel helado. Che, ¿qué te dijo
Fazzino? Pero Adrián estaba ausente, tenía la clara sensación, una
vez más, de estarse olvidando de algo. En días como este me
gustaría vivir en Siberia, bufó Gerardo. ¿Para poder buscarte una
Celina? No, esos son tus gustos, no los míos. Igual, mejor Alaska,
para eso. Gerardo lo miró. ¿Por qué decís eso? Adrián se alzó
de hombros. ¿Sería algo de la oficina? ¿Había hecho todos los
informes? Escaneó su escritorio para ver si encontraba algo; lo
mismo de siempre: papeles, el mousepad de El Origen, el marco vacío
(tenía que ponerle una foto nueva ¿qué foto?, su sobrina, sí), el
bodoque de Rayuela, que no se había olvidado, que había dejado: un
viaje en colectivo con eso era suficiente. Siberia es un lugar con
mucha historia, dijo Gerardo, hace un tiempo encontraron un mamut
completo congelado, pero completo, con pelo y todo; fijate si hará
frío allá. Bueno, eso es cierto, le otorgó Adrián, pero prefiero
no vivir en un lugar donde la gente es tan ignorante como para
comerse al mamut después de encontrarlo, ¿o no sabés cómo terminó
esa historia?, se lo hicieron a la parrilla. Bueno, si no vas a hacer
nada con Inés, por ahí le suelto un galgo. No parece muy difícil,
dijo Adrián sin mucho interés en retomar el tema, ¿algún trámite,
tenía que llamar a alguien?, pero Gerardo interpretó que lo
sobraba. Claro, es tan fácil que no te interesa, pero dejate de
joder, demasiado flaca, ¿quién sos, Botero?, fijate que además, en
Siberia cayó el meteorito más grande que se tiene registro en la
historia moderna. ¿Y vos decís que Siberia fue elegida, de alguna
manera? Gerardo le iba a contestar seriamente pero se dio cuenta a
tiempo del tono irónico de Adrián, que ahora cebado siguió
hablando. Si lo que me decís te parece un mérito, harías bien en
saber que hace unas pocas décadas, en Alaska, se desató el más
impresionante mega tsunami que conoce la historia, con una ola de más
de trescientos metros de altura; y lo mejor, porque esas cosas no
pasan en Siberia, es que un barco pesquero salió ileso de todo el
asunto; y te pedí por favor que no te metieras con Celina. No, no
era nada de la oficina, ¿entonces qué? Fazzino me dijo que no,
dijo. Gerardo asintió confirmando sus sospechas. Es un jodido, ¿qué
vas a hacer?, ¿pensaste ya? Adrián estornudó fuertemente y apenas
alcanzó a poner la mano delante de la nariz. Carajo, dijo, secándose
en el pantalón mientras Gerardo miraba a su alrededor para ver si
encontraba alguna mujer linda.


En el curso de ese sondeo, que lo
asemejaba a un radar nervioso, se cruzó sin embargo con Daniel, un
amigo con el que solían jugar al fútbol los martes a la noche, en
el momento en que salía de un Burger King. Él también los vio y se
acercó para saludarlos. ¿Qué hay? Acá, muertos de calor; ¿vos?,
¿comiste temprano? No, fui al baño; está bárbaro ahí con el
aire, te digo, está para quedarse; ¿y ustedes?, ¿el laburo?
Discutiendo cual sería el mejor lugar frío para mudarse este
verano, le contestó Adrián, estamos entre Alaska y Siberia. Qué
cómico, el mejor lugar es Japón, sin duda; ¿para qué lado van?
Adrián señaló. Vamos, y siguieron caminando.


¿Y por qué Japón?, le preguntó
Gerardo adelantándose a Adrián, que le iba a preguntar lo mismo.
Porque ahí ya existen parques enteros a los que con las últimas
tecnologías convierten en paisajes nevados durante todo el año.
Bueno pero eso no es suficiente, le dijo Adrián; la verdad es que no
tenía planeando irme a dormir todas las noches al banco de una
plaza. No te voy a echar, ella le había dicho, dejándole bien claro
que de eso se trataba, de que lo iba a echar, pero él se había
atrincherado de su lado de la cama, de su lado de su cama. Sí, dijo
Gerardo, se daría una situación paradójica en la que los
indigentes serían más felices que los que viven en sus propias
casas. ¿Hacía este calor?, no, porque tenían aire aunque la falta
de aire lo asfixiaba, hasta que no pudo más. Pero de cualquier
manera eso no solucionaría el problema del hambre, le contestó
Adrián. Bueno, para eso se podría sembrar de focas los lagos
congelados de los parques; los vagabundos harían un agujero en el
hielo y cuando la foca saliera, le partirían la cabeza con un palo.
Sí, hacía este calor, pero en la calle. Eso sería una carnicería,
pensó Daniel en voz alta, ¿qué imagen se le estaría dando a los
chicos que estuvieran patinando sobre hielo a un costado? El mismo
calor, los mismos olores, la misma luz. Una solución podría ser que
se les asignara a los indigentes horarios determinados para cazar. El
mismo verano cíclico, eterno, como una condena imposible de olvidar.
¿Pero quién te garantiza que el hielo no quede todo manchado de
sangre aún fuera de horario? Porque si bien podía construirle un
muro al recuerdo, la memoria del cuerpo se le filtraba como una
mancha de humedad. Si es por los chicos, que se curtan, dijo Adrián,
así aprenden cómo son las cosas un poco más rápido. Los otros dos
lo miraron sorprendidos. De cualquier manera se sabe que en pocos
meses ya van a poder refrigerar ciudades enteras, dijo Daniel después
de caminar unos metros. ¿Está científicamente comprobado?, le
preguntó Adrián irónicamente. Lo está, le respondió Daniel, un
poco satisfecho de sí mismo.


A Adrián le negaron un aumento,
dijo Gerardo de improviso, como queriendo explicar la razón de su
mal humor. ¿Y qué pensás hacer? No sé, irme. Nah. Sí, es lo que
tiene que hacer; se te va a extrañar. Pero mirá que está jodido
ahora. Inés te va a extrañar. ¿Quién es Inés? Un caramelito que
éste no se quiere meter en la boca. Epa, ¿y por qué? Gerardo se
alzó de hombros; y a la que le gusta a él se la come el jefe. ¿Qué
decís?, Adrián lo miró desorbitado. No, nada, era un chiste, pero
cuando bajó la mirada creyó ver con el rabillo del ojo cómo
Gerardo le alzaba las cejas a Daniel.



Caminaron
media cuadra más en silencio, cada uno sumergido en sus propias
cosas, como cada una de las personas que caminaba alrededor, muertas
de calor. ¿Cecilia y Fazzino? No. No otra vez lo mismo. Le picaba la
garganta, sentía unas cosquillas muy molestas justo atrás de la
lengua y no podía acordarse de eso que no se podía acordar ¿Y las
ballenas?, quiso aportar algo a la conversación, ¿cómo harían con
las ballenas?, dijo, en eso Alaska sigue siendo mejor. No le hagas
caso, le dijo Gerardo a Daniel, está obsesionado con el volumen de
las hembras. Me cago en vos, dijo Adrián, ¿qué podría ser?, ¿qué
había desayunado hoy?, intentaba recordar, pero Gerardo siguió:
creo que se está imaginando en la costa durante uno de esos mega
tsunamis que parece que hay en Alaska, revisaba la cocina para
encontrar algo, con una voluminosa ballena barrenando la ola directo
hacia él, la manteca afuera, el gas prendido, una sutil metáfora
del salto de tigre, Cecilia untando con manteca el miembro de
Fazzino, o de tigresa, ¡carajo!, más bien, ¡salgan ya mismo de
ahí!, me gustaría creer; Daniel carcajeó, ¿el alquiler?, ya van a
encontrar la forma de que las ballenas puedan pasearse por la ciudad,
la sonrisa de la señora Simonasi en la puerta, dijo poniéndole una
mano en el hombro a Adrián, ¿hacía cuánto que no le pagaba?; eso
va a ser cuando explote uno de sus volcanes y toda la pelotuda isla
pase a ser un parque subacuático para crustáceos y moluscos, le
contestó Adrián, ofuscado; sí, le agregó Gerardo, divertido,
trataba de acordarse si había sacado la ropa del lavarropas, cuando
Japón quede “encrustado” contra el fondo, veía todo a través
del agua turbia del sueño; che, córtenla con el humor negro, dijo
Daniel, pero no sólo del sueño, pobres nipones, pero bueno,
también del pasado que lo hundía tratando de mantenerse él a
flote, si se llega a dar esa desgracia seguramente se salven montando
en ballenatos de goma específicamente diseñados para la
circunstancia, como a través de hielo fino, pensó, quebradizo,
pensó, son más infantiles los hijos de puta: agua turbia;
¡Escobar!, se frenó en seco Adrián. La palabra “ballenato” se
había resquebrajado con violencia en él, como cuando se arroja un
hielo en un vaso de agua caliente. ¿Cuándo había sido la última
vez? Me tengo que ir rápido, dijo y los dejó sin que Gerardo o
Daniel entendieran qué era lo que pasaba por su cabeza.









El colectivo que lo había
hacinado lo dejó, como siempre, a dos cuadras, que caminó casi a la
carrera pese al calor húmedo que lo agobiaba. Ya al bajar se dio
cuenta de que algo andaba mal pero le costó doscientos metros y un
parco: no hay luz del portero, bajo ancho y en ojotas junto a la
puerta, para darse cuenta qué era. Subió por la escalera
iluminándose con su celular: un pie, después otro, un pie, después
otro, hasta que llegó agitado al segundo piso, que era el suyo. Lo
primero que hizo al abrir la puerta de su departamento fue buscar la
pecera. Escobar estaba muerto. Su cuerpo naranja y negro flotaba de
lado en el agua averdinada de varios días sin atender. ¿Cómo se
podía haber olvidado de él? ¿Y ahora qué hago, lo tiro a la
basura? ¿Lo entierro en una maceta? Ya no tengo macetas. Adrián
puteó y se sentó en la penumbra de su sillón favorito, una plaza,
a pensar. Quizás se lo tendría que haber llevado ella, pensó, pero
en aquel momento la guerra se dirimía entre escaramuzas y tomas de
rehenes; ahora eso ya no tenía importancia: este era el último
cadáver. Se decidió a no pensar. El sueño volvió sobre él como
el tsunami del que habían hablado hacía un rato, pero la ola no lo
volteó. Le dolía la garganta, no podía dormir con ese dolor de
garganta. Levantó las persianas para que entrara lo que quedaba de
sol y fue a la cocina. Se tomó un vaso de agua fría, tibia, y se
quedó un instante idiotizado mirando una gota que no se animaba a
soltarse de la canilla. Pensó que quizás sería porque lo que le
esperaba allá abajo no era un panorama muy alentador: un terreno
accidentado repleto de restos de comida y cubiertos sucios. Los
contó: le quedaban seis platos, no, cinco, porque uno se le había
roto. Los apilaba, uno por día, y de esa manera podía ver cómo
pasaba la semana, aunque a veces duraban más de una semana; así el
momento de lavar era angustiante, casi traumático, y lo desanimaba
profundamente. Parecía haber llegado ese momento, ahora, aunque no
había comida, con lo cual todo ese asunto podía esperar. Sintió
alivio y casi como un acto reflejo pensó en armarse uno. Me fumo un
Fazzino, se dijo y sonrió con algo de esfuerzo. Apenas lo tuvo
atrapado volvió a su sillón favorito para disfrutarlo mejor. Ahí
se sentaba siempre que quería mirar hacia afuera; no se veía el
cielo, pero se podía ver su reflejo en los vidrios del edificio de
enfrente. Fazzino Fazzino; sintió placer al encenderle la cabeza en
cada seca. Después se lo tragó y lo retuvo lo más posible pero
igual se le hizo humo. Eso es lo que sos, Fazzino, eso es lo que son
todos ustedes. Se abrió la camisa, se sacó los pantalones, las
medias y los zapatos; movió los dedos de los pies como si hubieran
recién nacido después de nueve meses. Esto es vida, se dijo. Y a
vos quién te dijo que estás vivo, le contestó una voz gangosa
desde el otro lado del sillón.


Adrián se dio vuelta alarmado.
No había nadie. Estiró la cabeza para ver mejor en la cocina.
Nadie. ¿Cecilia?, dijo. No, acá en la pecera. ¡Escobar! El mismo.
El pez lo miraba desde el agua sucia, abriendo y cerrando la boca
pausadamente. Adrián sintió la quemazón del porro entre sus dedos
y recordó que al Johnny Carter de “El perseguidor” la marihuana
le hacía tener alucinaciones. Pfff, se rió, pero enseguida se puso
serio. Dejó el porro preguntándose qué mierda le habían vendido.
No seas incrédulo, dijo Escobar, solemne y misterioso, yo soy la voz
del Eterno; un enviado para interpretar su mensaje. Adrián abrió
bien grande los ojos y le faltó boquear para ser más pez que esa
otra presencia. ¿Y cuál es el mensaje?, boqueó al fin. Que te
faltan agallas, fue la soberana respuesta.


Adrián
le dio la espalda, perturbado, respirando agitado, casi sin aire,
mientras Escobar ascendía al Séptimo Cielo. A veces el sueño te
puede jugar una mala pasada, se convencía Adrián cuando el ladrido
de un perro lo hizo sobresaltar. Súbitamente enfurecido, fue hacia
la ventana y le gritó: Sí, ya sé, sos la voz del demonio; pero el
perro, un dóberman, atajó en el aire un patito de goma y se alejó
corriendo por la calle oscureciente. Adrián lo siguió con la
mirada, sin saber qué pensar, hasta que levantando un poco los ojos
vio un cartel con luces amarillas que postulaba una familia, feliz,
agrupada sonriendo debajo de un aire acondicionado japonés. A pesar
de que todo alrededor el atardecer se quemaba a fuego lento.









Christian Broemmel


Buenos Aires, EdM, octubre de 2012




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