¿Qué habrá encontrado Bobby Fischer, debajo del
agua, en medio del silencio? ¿Dónde quedó
su furia, su paranoia, el miedo a descubrir sus propios límites?
Es sólo un tipo haciendo morisquetas. Todavía es
un chico, o no ha dejado de serlo del todo. No ha tenido tiempo. Qué
otras cosas hace, le preguntan, qué más hace además de jugar y
estudiar ajedrez. “No necesito nada más”, responde. Ha sido
campeón de su país a los 15 años, y a partir de allí un fenómeno,
la promesa que todos esperaban. Inevitablemente, también, un arma
contra los rusos, la posibilidad de derrotarlos en su terreno
favorito. Fisher lo ha hecho, los ha humillado; y a su modo ha
librado su propia batalla.
La foto fue tomada durante su estadía en
Pasadena, cuarenta años y unas pocas semanas atrás. El
momento había llegado, pero los obstáculos eran dos, y de tremenda
magnitud: Boris Spasski, a quien jamás había vencido aún, y él
mismo. Esa cabeza que jamás dejaba de rumiar, esos ojos que huían
espantados a cada rato. “Prácticamente todas sus ideas tenían que
venir de su propio pensamiento”, observará alguien más adelante.
Y la pregunta es instantánea: ¿cuánto tiempo es posible soportar
esa intensidad? ¿Cuándo llega, por fin, el descanso?
Fisher se ha convertido en un atleta. Es algo
indispensable, entiende, como también lo entenderá más tarde
Kasparov, porque el ajedrez es en un cincuenta por ciento rigor
físico, un ejercicio desgastante que consume la mente pero también
el cuerpo. A quién puede extrañar que se lo considere un deporte,
cuando una de sus cualidades esenciales es la resistencia. Fisher
entrena en las habitaciones de hotel, siguiendo las rutinas de la TV,
pero cuando el momento clave se acerca se pone a las órdenes del
célebre Harry Sneider. “Él se interesaba mucho por el cuerpo
humano”, dice Sneider; “cómo funciona, y cómo podía ser más
productivo”. Fisher le dice que quiere fortalecer sus manos: cuando
salude a los rusos, quiere concentrar en ellas la fuerza de un hombre
de 105 kilos.
Fisher juega al ping pong; hace estiramiento,
abdominales, barras paralelas, bicicleta fija, box. Y nada. Allí
abajo lo encuentra Harry Benson, fotógrafo de la revista Life, y
atrapa una pose. Es lo más parecido a la calma que Fisher encontrará
nunca.
José María Brindisi
Buenos Aires, EdM, octubre de 2012
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