Bowie en kimono, por José María Brindisi






La serie pertenece a Chris Wild, y fue tomada en
1973, en plena explosión del glam, antes de la etapa post-industrial
que llevaría a Bowie a Berlín y lo transformaría en un ícono
maduro, preocupado por su tiempo. Los dos períodos son musicalmente
excepcionales, pero aquí, cuando Bowie apenas había cruzado la
línea de los veinticinco, lo que sobrevivía era el juego, ese mismo
juego que lo transportaba sin remedio una y otra vez al espacio. De
una vida sin pudores a una música sin limitaciones, expansiva,
fantasiosa, saludablemente desprolija (entre otras cosas, es evidente
que su voz estaba muchísimo más desarrollada una década más
tarde, y es posible que recién haya alcanzado su esplendor en los
años ´90).






Lo que sucede con estas fotos es que despiertan la
misma sensación que cualquier otra imagen suya, sólo que esta vez
el juego está explicitado, la distancia es parte del asunto. Pero a
fin de cuentas, ¿cuándo ha sucedido que Bowie nos deje romper esa
máscara, que nos deje acercarnos y se nos revele detrás del gesto?
¿Cuándo ha dejado de ser perfecto? Ni las entrevistas pueden con el
mito: ahí está sentado, confesándose, siendo lo más sincero que
puede, pero siempre sobrevive una percepción ligeramente sombría:
la de estar delante de alguien que, en efecto, sólo dialoga de
verdad consigo mismo.




Es posible que ningún otro artista, al menos en
el universo de la música popular, goce del reconocimiento o el
respeto unánime que Bowie ha tenido, sin alteraciones, desde hace
cuatro décadas. Bastará recordar aquella cita antológica de 1997
en el Madison Square Garden: Bowie cumplía cincuenta años rodeado
de
la crème de la crème:
Billy Corgan, Pixies, Robert Smith, Sonic Youth, Foo Fighters. Pero
no era un homenaje; nadie, ni siquiera Lou Reed, podía ocultar lo
evidente: Bowie era el más entero, el más creativo, el más
efervescente de todos. La pregunta entonces era obvia: ¿quién está
legitimando a quién?




Veinticinco años atrás, Bowie jugaba al ping pong en kimono, con
anteojos negros, en alguno de esos sucuchos que por entonces todavía
le quedaban cómodos. El ping pong resulta imposible en el abrazo del
kimono, el kimono desdibuja su mesura en la persecución de la
pelotita. El smash ridículo de la segunda foto no hace otra cosa que
recordárnoslo una vez más: Bowie no juega al ping pong, por más
concentrado que simule estar. Es alguien que siempre, siempre, está
solo.






José María Brindisi

Buenos Aires, EdM, noviembre de 2012




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