-¿Todavía seguís mirando por la cerradura antes de abrir? Sos muy
boludo, Gabi.
Yo le contesté que boludo era él, que no gracias a mí habíamos
estado a punto de que nos descubrieran y nos abrieran al medio y todo
eso. Que los chinos no se iban a olvidar del quilombo que habíamos
armado ni en dos meses ni en seis.
-No vengo a hablarte de ese tema, Gabi…
-¿De qué?
-¿De qué sí o de qué no? -me preguntó.
-De qué sí. Me acabás de decir que de los chinos no. ¿Que te
pensás, que soy boludo? -le dije a Víctor, que aposentó su físico
blando y gordo en un sillón y puso a colgar las manos a los
costados. Las palmas estaban grasientas y yo rogué que no tocara
nada de lo de Nelly con esas manos. Para adentro, porque nunca quise
que él pensara que soy un boludo.
-Está Yani en mi casa. Eso te quería decir, pero si no te importa….
Llegó hace un par de días.
-Bueno, listo. Ahora sé. Gracias.
-¿Qué te pasa en la cara, Gabi?
-La muela. Me siento para el orto- le dije, todavía agarrando la
puerta abierta.
-Parecés Quico.
Le tiré la revista de los evangelistas que tenía encima y le dije
que rajara de mi casa.
-Gabi -dijo, llamándome con una mano.- Si vas a ver a “la tanque”,
lavate un poco los chivos.
Esa
tarde no tuve ganas de hacer nada. Eran como treintinueve los grados.
Entonces llevé el grabador de mi tía al patio, aprovechando que
ella estaba en Jujuy visitando a la familia, y que hacían poco menos
de cuarenta grados y todo eso. Estuve así, echado, escuchando una
tras otra las canciones del rockero.
Por momentos pensé mucho en Yani y en su última visita. En sus
dedos gorditos y oscuros que mueve tanto cuando habla. Y en su
manera, densa, de todo el tiempo querer salirse con la suya. Sentí
violencia y melancolía.
Toda esa tarde Shakira estuvo sentada al lado mío. Sólo se alejó
para tomar agua de su plato, haciendo un sonido que me atrapó: el
que sale de envolver el agua con la lengua, fina y rosa, para
entrarla a la boca.
Cuando
se hizo de noche me agarró hambre, y como había encontrado dos
billetes de diez en el cajón de Nelly me fui a comprar empanadas.
Pero esperé a que se hicieran las diez para no salir antes que
cerraran los chinos.
Había empezado a caer una lluvia finita pero muy rápida que cambió
el color de mi chaleco de jean en cuanto crucé la puerta.
En la esquina me encontré con el Billy; como íbamos para el mismo
lado, fuimos.
Billy estaba igual que siempre: enojado, y con un pie en otro lugar.
Yo ví que, a veces se le llenan los ojos de lágrimas cuando escucha
algunas canciones del rockero. Y nosotros jugamos a las cartas.
Gritamos: truco, quiero re truco, quiero vale cuatro. Yo lo escucho
respirar fuerte, aguantándose las ganas de llorar y canto: ¡Envido!
Y tengo dieciséis.
Nos quedamos como dos sombras parados bajo la lluvia frente al
supermercado. Estaban las rejas recién pintadas de color turquesa:
el color del clan.
En la vereda, seguía, todavía intensa, la mancha negra de pólvora.
-Todavía se llegan a ver algunas letras, ¿viste?
Le pregunté: ¿adónde?
-Ahí en la pared del costado. ¿No ves? La “erre”, la “pe”,
la “o”-me mostró señalándome una medianera en ruinas.
-¿Cómo era por adentro? Digo, la pieza, ¿cómo era?
-Si ya te conté mil veces, boludo. Normal, qué se yo, con una mesa
y unos estantes llenos de vidrios vacíos.
-¿De Jack?
-Qué se yo, boludo, de todo: JB, Teachers, cualquier cosa.
Shakirita se cruzó a mear al poste de enfrente. La cuidé con los
ojos como cada vez. Seguimos caminando.
-Había dos o tres violas… Yo agarré una “estrato” y el loco
otra. La más copada.
-Y ¿cuánto tiempo tocaron?
-Si ya te conté, boludo, mil veces se los conté. Un rato largo.
Le pedí a Billy que me acompañara a Suli, que me tenía que tomar
algo para la muela ya.
-Suli ya cerró. Se cansó de que le afanen, pobre vieja.
-Qué vieja turra, Suli- dije, por decir algo.
-¿Todavía andás con la muela ésa, loco?
-Ni me hables, boludo.
Entramos a la rotisería. Había una vieja antes que nosotros. Le
estaban terminando de envolver un paquete. Cuando la mina se dio
vuelta para irse, nos vio y bajó la mirada. Billy le dijo: qué tal,
señora. Y si hubiera tenido un sombrero puesto, se lo hubiera sacado
y llevado al pecho. Ella no contestó y salió a la lluvia con su
bolsa en la mano.
-¿Qué onda, boludo? ¿Quién es la mina?
-La mamá de Sergio, boludo.
-¿Qué Sergio?- le pregunté.
- Scorza, el que se ahogó en la primaria.
-El flaco Scorza, pobre pibito -dije o pensé.
Una vez afuera de la rotisería, otra vez debajo de la lluvia, le
pregunté a Billy si se sabía algo del nenito del supermercado.
-Creo que sigue internado, escuché a una vieja decir el otro día.
-Pero… no está grave, ¿no?
-Yo que sé, boludo, no soy doctor. Vamos a tocarle el timbre a Suli.
Parecés Quico, chabón.
Los
días después de la bomba, el barrio había estado revolucionado y
nosotros de a uno, como animales en los huecos, nos habíamos
guardado.
En esos días, Nelly, que conversaba mucho con las otras viejas del
barrio, había empezado a mirarme como si no me conociera.
Estaba yo, por ejemplo, echado en una silla en el patio con la perra
encima y sentía los ojos de mi tía desde la ventanita de la cocina.
Si yo abría los míos para ver, la cortina se cerraba a toda
velocidad. O estaba yo, por ejemplo, atándome los cordones sentado
en mi cama y en cuanto levantaba la cabeza pasaba Nelly, como un
fantasma, como si no hubiera estado mirándome la cabeza dos minutos
seguidos queriendo que mi cráneo fuera transparente para poder verme
el pensamiento. El pensamiento.
-Parece que fueron los metaleros- le escuché decir a Rosalía una
tarde. Las viejas pensaron que yo me estaba bañando.
-¿Los qué? -había preguntado Nelly.
-Los metaleros o los metálicos, no sé, algo así escuché.
-…
-Parece que se ofendieron con los chinos del supermercado, ¿viste?
Porque lo fueron a poner justo ahí…
-¿…Ahí dónde?
-Donde estaba el taller del rockero este, el que falleció hace un
tiempo en la moto.
Cuando salí del baño se metieron una masita en la boca cada una y
se hicieron bien las boludas.
De
las cuatro empanadas me comí dos y media. Quise que alguien me
arrancara todo lo que era cabeza porque el dolor de muela ocupaba ya
todo. Me prendí un cigarro. Creí que el humo me entraba por el
agujero directo al hueso de la mandíbula. Puse el ventilador a todo
lo que da y me tomé un vaso de vino después de dos pastillas
celestes.
Me
quedé dormido con la cabeza apoyada en la mesa y empecé a soñar,
como a veces, con el día de la inauguración del supermercado. El
día de la bomba.
En este sueño en particular, los chinos estaban más alborotados que
nunca. Lánguidos amarillos de fiesta. Los nenes hacían mover las
marionetas como serpientes a una velocidad de otro momento. Nosotros
estábamos puestos ahí, entre los pastos del baldío de enfrente;
casi lo único real. La moto del rockero tirada en el medio de la
calle con la rueda de atrás todavía girando. Él dirigía la
pintada de la pared del taller mecánico, dando órdenes con el
vozarrón. Cuando Víctor revoleó la bomba, Shaki, que mientras yo
dormía era enorme y peluda, salió disparada a buscarla, como a
veces hacíamos con pelotas y todo eso. En fin. Las tripas de mi
perra se esparcieron por todos lados. En la pesadilla es ella la que
revienta.
Me desperté chivando; realmente muy confundido entre el ruido del
timbre y la lluvia.
Once
menos veinte.
Es
Yani, dije. La gorda se separó del chabón y está como loca. El
tipo era un chofer de colectivos de su provincia. La de los dos.
Habían sido novios durante algunos años en los que yo nunca dejé
de verla cada vez que venía para Paternal. Parece que a este Carlos
le habían quedado los huevos secos de tanto estar sentado manejando.
Esto es lo que me dijo Yani. Ella lo quería, hasta que se enteró
del tema de la dureza de huevos. Estaba fanatizada con la idea de
tener un hijo, y como Carlos no podía, ni iba a poder hacérselo, y
esto estaba científicamente probado, lo había mandado a volar. La
ciencia no se equivoca. O se equivoca poco.
Yo, que tenía un pie con las uñas cortas y otro con las uñas
largas, me puse medias en los dos pies. Medias blancas de toalla que
encontré en el canasto de la ropa para lavar. Miré por el agujerito
de la puerta y no ví nada. Me confirmé a mi mismo que seguro era
Yani, porque ella es gorda y baja.
Abrí.
Entonces ví que no era Yani, porque en vez de ver a alguien como la
negra, ví algo alto y flaco y chino. Tragué saliva y pensé que yo
estaba en problemas. Problemas serios. Afuera llovía francamente
lluvia. Él estaba con sus ojos más semi cerrados que de costumbre,
y a mí me perecieron como dos ranuras finísimas, oscuras; sin
fondo. Si ese chino estuviera vacío, pensé, y yo le metiera una
moneda por una de las ranuras, tuc, terminaría en su talón.
Un trueno conmovió el físico del tipo y se acercó un paso más a
mí. Creí que aquel chino estaba prácticamente metido en mi casa.
Muchas
veces reacciono como un idiota. Lo sé porque me lo dicen, y otras
veces me doy cuenta. La idiotez me había llevado a, casi, romper el
único pacto que había hecho.
La última vez que vino Yanina, nos acostamos. Como siempre nos
pusimos a escuchar canciones y a conversar de temas como la música
en general y la música que nos gusta: la del rockero. Profundizamos
bastante (lo más que se podía profundizar con ella, es decir que
profundizamos bastante poco) y en un momento, un momento
desafortunado, le dije textuales palabras: “Hay cosas que hice, que
hicimos, que no te gustaría saber, Yanina, creéme”. Después
desvió el tema, como cada vez, al hijo, el hijo, el hijo: hincha
pelotas. Y me arrinconó, la odié. Invasora. Volvete a tu provincia.
Le dije en voz alta las últimas dos cosas: “Invasora” y “volvete
a tu provincia”.
-¿De qué hijo me hablás? ¡Yo, soy hijo! -Esto lo pensé.
Ella se volvió como endemoniada; me pegó una piña en el ojo y a
Shakira una patada en las costillas. Y se fue.
Once
menos veinte.
Retrocedí.
Señora
Nelly deja pedido cerdo.
…
Ya
está pago.
…
Tenga,
tenga.
No
sé por qué le abrí la puerta al chino ese. Caminando como un
muñeco a cuerda,
con
el canasto lleno con un chancho embolsado y algunas otras cosas, fue
directo a la heladera sin necesitar que le guiara el camino.
-Estoy regalado- me dije.
Vi pasar el cuerpo flojo, como de lombriz, por delante de mí, hacia
el cuadrado que era la cocina. Me llamó la atención su nuca; llana
y espaciosa. El pelo empezaba a nacer, pinchudo, desde la mitad de su
cabeza. El tipo sacudía su pierna derecha tratando de liberarse de
Shakira que, histérica, se colgaba de su pantalón.
Pensé que este era el final de todo. Todos los pelos de mi cuerpo se
pusieron en alerta.
Con
un peso en los pies que no me dejaba mover, busqué con los ojos
algo, alguna cosa que pudiera servirme para darle en la cabeza. Nada
cerca. Nada útil. Ni la revista de los evangelistas. Como si fuera
un pariente cercano, el chino abrió mi heladera y metió la bolsa
adentro.
Estático; así como estaba, debajo del marco de la puerta me quedé
mirando cómo el tipo deshacía el camino hasta desaparecer de lo de
Nelly sin volver a mirarme.
El
teléfono sonó dos veces antes que atendieran:
-Hable
-dijo una voz que odié.
Putié en voz baja mirando al techo. No era momento de hablar con
Yani.
-Yani, cómo andás. Gabi.
-Bien, corazón. Recién llegada.
- Si… me contó Víctor que andabas por acá. ¿Está él?
-¿Así de rápido me fletás? -me dijo con un tono que no le quedaba
para nada bien.
-Después arreglamos para vernos mañana, sabés, tengo un quilombo.
-¿Estuviste pensando en lo que hablamos?
-Eh…Yanina. Sí. Y bueno… no. No.
-No vas a cambiar de opinión, entonces.
-Yanina, es importante. Pasame con Víctor -le dije con mala onda.
Creí que el mal humor que me daba este dolor de muela me estaba
poniendo un poco autoritario y viril.
Escuché:- Victooooooor, el forro de tu amigo.
Le pedí al gordo que se viniera para casa. Que no fuera pelotudo.
Que agarrara un paraguas.
La
media hora que tardó Víctor en llegar fue el terror. Aproveché
para cortarme las uñas del pie y también para peinar a Shakira con
un peine de alambres finitos, que por las caras que ponía, parecía
provocarle una mezcla de dolor y otra cosa.
-Te salvó el timbre, Shakirita -le dije. Ya estaba un poco más
tranquilo. Pero había algo que me quemaba en la espalda. Las dos
palmadas que me había dado Billy un rato antes hacían el eco de
seis o diez.
Abrí
la puerta. Víctor tenía una cara como de estar cagándose encima.
-¿Qué te pasa, chabón?
No hizo falta que me contestara. Apareció delante de mí un ciempiés
horroroso. Un chino adolescente, como del futuro -más que nada
naranja-, y el mismo que hacía algunos minutos había estado en mi
cocina escoltaban al gordo pelotudo y mastodonte de Víctor.
El
chino adolescente con la agilidad de un gato nos ató las manos y los
pies y dio vuelta la casa en dos minutos. Yo sufría por dentro:
primero porque la mayoría de las cosas eran de Nelly, y ella era tan
cuidadosa con sus cajitas y adornos que se me hizo un nudo en la
panza de ver todo tirado por ahí; y segundo porque no sabía qué
iba a pasar. Cuando no sé qué va a pasar, prefiero estar muerto.
-¿Estás llorando, idiota?- le pregunté.
-La puta que te parió, no puede ser- me contestó el gordo con voz
de mujer.
El
primer momento con los chinos en lo de Nelly fue surrealista. Yo
empecé a entender la palabra esa, “surrealista”, la noche que se
murió el rockero. Estábamos en el bar tomando cuando entró el
hermano del gordo. Estaba blanco y, no me olvido más, dijo tres o
cuatro veces seguidas: “Se dio un palo con la moto.”
Y después agregó: “Luciano quedó vivo.”
Y después: “Prendé la tele, Rafa, mierda.”
Todo el tiempo estuvo tirando con sus dos manos desde la frente su
maraña de rulos para atrás. Y su cara estaba tan tirante y
desesperada.
Ni
Víctor ni yo sabemos chino, así que supimos de entrada que el
asunto de la comunicación iba a ser un problema grande.
Le expliqué como pude al chino cuarentón el tema de la muela, que
me había dejado estar, y de mi miedo al dentista, señalándome el
bulto en el cachete que para esas horas tenía vida propia.
El pedido era que no me pegara del lado podrido.
El chino me miraba de reojo con asco pero pena. Yo estaba seguro de
que había entendido porque el lenguaje de las cosas que uno ve es
para todos por igual, pensé.
Con Víctor (lo que quedaba de él: como es posible que un espíritu
tan chico viva en semejante cuerpo) formábamos parte de la misma
cosa: atados cada uno en una silla espalda con espalda.
-¡Shakira, no! Fuera. No seas boluda.
Mi perra chupaba del piso las gotas rojas que caían de la naríz del
gordo. Después, la ví ir a mi pieza, donde estaban los dementes
estos revisando todo. Toda cocorita, iba y venía haciéndole tic tic
tic las uñas de las patas en cada viaje. Tic tic tic. Por primera
vez, la odié.
Pasamos la noche así: despiertos y doloridos. Los tipos jugaron a
los dados y tomaron sidra caliente.
A la
mañana siguiente, el chino menor se puso a ver el noticiero (este
desgraciado entendía todo) en la tele chiquita de la cocina,
mientras preparaba la comida con el delantal de Nelly puesto.
Shakirita, al lado, movía la cola como descontrolada y pescaba del
aire los pedazos de cerdo que caían de la mesada.
-Hijo de mil putas- dije.
-Qué rico olor a ajo.
El
ruido de las llaves abriendo la puerta me devolvió al lugar.
-¡Nelly, no! ¡Tía, no entres!
En la desesperación intenté levantarme, y la cosa que éramos
Víctor y yo quedó en el piso.
Entró un pie, después el otro. Con el cachete pegado al suelo
caliente pude ver que subían, como dos troncos gruesos, las gambas
de Yanina.
-¿Qué
hacés con la llave de mi casa?
Se acercó. Un cúmulo de carne oscura de medio metro. La detesté.
Invasora.
-¿Qué tenés en la cara, Gabi? Estás mutando. Y sonrió como un
diablo. Y entre sus dientes blancos, de provincia, descubrí la
maldad y la inteligencia.
-¿Todo tranquilo, chinito? -preguntó. Su mirada negra seguía
pegada a mí, todavía tirado, copiando, no porque quisiera, la forma
de la silla con mi cuerpo.
-Sí, Yani, todo piola -le contestó el gato en un argentino
sorprendentemente creíble.
A esta escena de miedo se sumó el chino mayor, que cada vez que
entraba y salía de la casa lo hacía con una naturalidad que, de
verdad, daba asco.
Víctor estaba, pero no. Estaba claro que no contaba con él.
Lo que pasó la tarde del día lunes fue el desastre.
La
forra de Shakira, que había empezado a ser otra, ni siqueria venía
cuando la llamaba
-Shakiraaaa, vení acá, carajo, cuando te llamo.
En un momento se acercó, me miró y torció la cara. La invité a
sentarse encima, como siempre nos gusta hacer, pero no quiso. Quise
pensar que el hecho de verme con Víctor adosado la confundía un
poco.
Al
mediodía nos dieron de comer una mezcla de otro mundo por el rico
olor que tenía con cerdo, ajo, cebollas y algún fideíto diferente.
Víctor, que ya no existía, no quiso comer. Si comiera, pensé,
podría verle los bollos masticados cayendo por el tubo hasta la
panza y acumulándose en su bolsa. El gordo era un fantasma. A pesar
del dolor de cara comí un par de bocados. Los chinos y Yanina habían
preparado la mesa para tres con mantel, flores y panera.
-Qué rico te salió, corazón.
-Gracias- contestó gato. No tenía
más de dieciocho años. Un asco.
Y sin escuchar más nada ví como se movían sus cabezas para atrás
y comían un bocado y otro siendo tres amigos en algún restaurant al
que yo nunca fui. Shakira, que había quedado peinada, hermosa, me
miraba desde su grupo, y me di cuenta que había tanta frialdad en
sus ojos.
Más
tarde en el patio, Yanina y la mitad de chino adulto que yo podía
ver estaban ocupados en algo. Tenían abierta mi caja de
herramientas. Un baúl de lata, que yo mismo había hecho en el
industrial.
-Vos tranquilo, corazón, te vamos a sacar un problema de encima
-dijo la turra con su acento de otro planeta.
Shaki me miraba desde abajo del sillón con las orejas tiradas para
atrás. No por primera vez noté que estaba teniendo una premonición.
-Gabi, estuvimos pensando y...
-¿Qué? No te puedo creer. Yanina, vos te das cuenta. Si nos matan
te van a descubrir, no seas boluda. Víctor es tu primo, loca. Y yo,
bueno, vos y yo tuvimos algo… Bueno, no sé, algo.
-No, no, escuchame. No estás bien, Gabriel. La muela ésa… no das
más.
-Están mal de la cabeza, Yanina. No, no, no.
El
chino rojo, que estaba parado atrás mío y yo no me había dado
cuenta. ¡No me había
dado
cuenta! Se acercó y me sostuvo de los hombros.
La bandeja que tenía “la tanque” en las manos tenía: un
tramontina flotando en una cacerolita, una pico de loro y un paquete
de algodón. También una mecha del 12.
La muela era más grande de lo normal, por lo que dijo esta gente.
Pasa mucho: que lo que se ve no es ni un tercio del quilombo que está
tapado. Yanina me dio un beso en la cabeza. También dejó una caja
de remedios en la mesa. Antes de desmayarme por segunda vez la pude
putear fuerte y pedirle que cerrara el portoncito con traba. Pasé la
noche como ido; durmiendo sólo de a ratos. En uno de los momentos
que estuve despierto, escuché a Víctor, el tipo con más panza y
menos huevos que existió, yéndose, como una laucha, sin saludar.
Cuando salí de ahí, que ya no era ni mi casa, ni la de Nelly, menos
la de Shakira, fui derecho a lo de Billy. El calor seguía sofocante.
Era martes a la mañana.
Yo
ya no era el que había sido. Pero no me interesaba ser alguien
nuevo.
Cuando llegué me encontré con el flete de Roqui.
-Que hacés, Roquer, ¿cómo va?
Sin levantar los ojos de la caja del camión me contestó que ahí
andaba, laburando un poquito.
-¿La descartan a la abuela, pobrecita?
El Billy apareció con una caja enorme que no lo dejaba ver, y frenó
en seco cuando me escuchó.
-¿Qué hacés, Billy? ¿La rajan a tu nona?
No contestó. No me miró. Dejó la caja en el camión y volvió a
entrar a la casa.
Me dí cuenta enseguida de que el camión estaba lleno de las cosas
de mi amigo. Su viola, su equipo, la alfombra de la pieza quemada por
los puchos en las timbas. Los discos.
Esas cosas eran suyas, pero también mías, del gordo y hubieran
sido, seguramente, del flaco Scorza si no se hubiera ahogado en el
mar de Santa Teresita el verano antes de cumplir los once.
-¿Qué hacen, Roque? ¿Adónde se va?
-Para lo de la suegra. A Pilar va.
El camión tenía carga; cosas, además de las cosas.
-Boludo, no me digas…- le dije a Guillermo Costas, mi amigo.
El Billy cerró con llave la puerta de la esquina de Camarones y
Caracas.
Caminé
tres cuadras vacías hasta el bar de Rafa.
-Un cortado y un vaso con hielos.
Por la ventana ví una calle, en un barrio. Los viejos, las madres,
los hijos, los pisteros, los mecánicos. Los perros.
Me busqué en el reflejo del vidrio.
Mercedes Coronato
Buenos Aires, EdM, noviembre 2012
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