Edgardo Scott leyó el siguiente texto en la presentación de su novela El exceso (Editorial Gárgola) en septiembre de 2012
Si no recuerdo mal fue en 2002 cuando en un bar de Adrogué –yo trabajaba un par de días ahí en ese entonces- una mujer se sentó sola en una mesa, tal vez para esperar a alguien o incluso para esperar algo, más indeterminado. La mujer tendría poco más de cincuenta años y demasiados anillos, collares y pulseras de oro. Estaba muy maquillada, tenía un sobrepeso considerable y llevaba puesta una ropa ceñida, del todo inmerecida para su cuerpo. Toda esa cantidad exultante era proporcional a la tristeza o vacío con que miraba hacia afuera. Durante el tiempo que yo estuve cerca, aquello o aquel que esperaba nunca vino a su encuentro. Pero de su prolongada contemplación, casi de su estudio, me surgieron las palabras. Me dije: El exceso.
Suelo pensar con títulos; nombres, frases que se instalan como versos o esquirlas poéticas. A partir de ese título escribí un cuento largo con aquella mujer. El cuento naufragó en su extensión y acabé por descartarlo. Sin embargo, ese título y cierta idea imprecisa alrededor del exceso, sobrevivieron. Hasta que un día, tiempo después, apareció Valle -ese ministro bonaerense, solitario y escondedor- y fue inmediata, casi natural, su enlace con aquel título. Con Valle, rápidamente vinieron los otros personajes. Llegó él y toda su corte, o como se decía hace unos años, ahora no tanto, todo su entorno. También volvió a mí toda una época.
Escribí a mano el primer borrador durante dos años. Después reescribí y deseché varios fragmentos hasta llegar a la versión digital. La corrección duró más de tres años mientras el borrador iba pasando por algunas editoriales y editores. Otro tiempo, casi de un año, llevó su publicación. Cuando era chico o cuando era más joven (recuerdo un comentario de Carlos Gamerro en Alejandría) me parecía increíble que se pudiera tardar tanto tiempo en escribir y corregir un libro, y aún más en publicarse. Con El exceso, hoy que ya ronda los diez años desde su larvaria aparición en mi cabeza, espero haber aprendido algo sobre los tiempos literarios, pero también, sobre los tiempos de lo real.
Este libro empieza con Saer y termina con Correas. Empieza con Felisberto y Onetti y termina con Gusmán. Comienza con Saer porque en su primera versión, El exceso le debía mucho, casi todo, a Cicatrices: la trama postergada, los personajes en suspenso, la tragedia discreta, algunos poemas travestidos de prosa, o de párrafos novelescos. Digo que termina con Correas, porque Carlos Correas ha escrito como nadie sobre el mal en la segunda mitad del siglo veinte y también Correas, porque la sexualidad y las armas, en especial los revólveres, son dos temas que se reiteran en su obra y que esta novela involuntariamente ha heredado.
Me gustaría que Onetti y Felisberto Hernández estuvieran en la imaginación. Creo que un rasgo en común de estos personajes es que padecen y transitan bastante ese territorio ilusorio, plagado de irrealidad. Tanto Onetti como Felisberto, por cierto de maneras muy diferentes, construyen mundos paralelos que son tan oscuros como maravillosos. Me gustaría que El exceso haya recibido un soplo, en todo sentido, desde el otro lado del río.
Y desearía, por último, que Luis Gusmán estuviera en la economía, en la evacuación de todo lo anterior. Gusmán sabe resumir con un rigor, ya que viene al caso, excesivo.
Borges, pero también Susan Sontag, reivindicaban una escritura hecha por lectores. La escritura, de este modo, sería un abuso, un síntoma, el extravío fatal de un lector. El exceso podría ser leído entonces como el abuso de ese lector que soy y que fui durante más de diez años de los autores que cité y, por supuesto, de muchos más, sobre todo mis amigos y compañeros -una parte representativa está acá en Orsai- con los que ya compartimos una grata clasificación: la Nueva Narrativa Argentina.
Soy –un poco a pesar mío, muchos de los que están acá lo saben- un monstruo burziano de tres cabezas: una cabeza musical, una cabeza literaria, una cabeza psicoanalítica. Y tal vez deba admitir o declarar una cuarta: una cabeza política. El exceso está escrito por ese monstruo. Si tanto el autor como el lector tienen suerte, la música, la literatura, el psicoanálisis y la política tienen que estar presentes, desfigurados, subvertidos, reconocibles, en este libro.
“Las épocas, cada época tiene, sus posiciones de goce”, escribió Luis Gusmán en un texto de psicoanálisis. (Vale la pena aclarar, sobre todo en estos días: el Goce es un concepto de Lacan, acuñado tras su lectura del Marqués de Sade, que tiene nada que ver con la tapa y el escándalo berreta de Noticias de la semana pasada, que con un imperativo filosófico.) El imperativo que surge de la superposición inevitable de la que estamos hechos, entre el cuerpo y el discurso. Las épocas tienen entonces sus imperativos de goce. Pero en verdad nadie ni nada nos obliga a gozar, decía Lacan, aunque no podamos no sentir esa puntada, ese otro poder en nosotros, a cada momento. Mi amigo Funes (Lucas Oliveira) se apropió de una frase célebre, que ya aparece en la Odisea, y escribió que los hijos, mal que les pese, se parecen más a su época que a sus padres. Esta novela abarca en la ficción los años que van desde el ´89 al 2001. En el ´89 yo tenía 11 años, en el 2001, 23. En el ´89 no había terminado la primaria, en el 2001 ya me había recibido. Crecí, como muchos, durante esa década infame y El exceso recorre a su manera aquel periplo. Pero es rara la ficción histórica, porque uno, queriendo hablar del pasado, habla del presente. Y cuando hace un par de semanas leía las pruebas de galera definitivas, veía cuántas cosas de las que había escrito y había situado veinte o quince años atrás, seguían siendo “temas de actualidad”. No voy a develar cuáles, que cada lector haga su juicio. El exceso propone una tensión entre dos épocas. La época de la ficción y la época de su escritura. No podría soslayar lo que el psicoanálisis me enseñó: hay enunciado y hay enunciación. El enunciado de esta novela va desde el ´89 al 2001, pero su enunciación va desde el 2002 al 2012. Sin ingenuidad traté de tener en cuenta y escribir la novela bajo esa tensión, entre esos dos tiempos, entre esas dos épocas, para las cuales hallo rupturas y continuidades.
Por último, la novela está dedicada a mi madre. Mi madre tiene un negocio en Lanús que es algunos meses menor que yo. Es decir que ha sostenido ese negocio –y gracias a él la casa en la que viví durante veinte años- por 34 años. No hubiera escrito, terminado y publicado este libro sin paciencia. La paciencia es un don preciado para cualquier escritor, y creo que gran parte de mi paciencia se la debo a ella.
Edgardo Scott
Buenos Aires, EdM, diciembre 2012
2 Comments
perfecto muy buen post esta bien ilustrado
ReplyDeleteGracias por la informacion me a sido de gran ayuda aunque uviera preferido que estuviera mas detallada pero es muy util para el proyecto que estoy realizando.
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