Palabras: Shibboleth, por Dardo Scavino





EdM no ha dejado de celebrar y brindar desde el momento en que se enterĂ³ de que Dardo Scavino ha obtenido el Premio Anagrama por su ensayo El sueño de los mĂ¡rtires. Meditaciones sobre una guerra actual. ¿PodrĂ­amos privarnos de compartir esta alegrĂ­a?







l 17 de enero de 2014 una cĂ©lula de Al-Qaeda Irak, la organizaciĂ³n que a partir de junio de ese año pasarĂ­a a llamarse Estado IslĂ¡mico de Irak y Sham, interceptĂ³ en las afueras de Bagdad una caravana del ejĂ©rcito iraquĂ­ y obligĂ³ a todos los soldados a apearse para ponerse a rezar. No pretendĂ­an hacerles cumplir a la fuerza uno de los cinco deberes medulares del islam sino identificar, por su manera de proceder, a los militares chiitas. Conscientes de la amenaza, estos trataban de imitar los gestos de sus colegas sunitas revelando, con sus torpezas, su filiaciĂ³n confesional, desaciertos que se traducĂ­an en una ejecuciĂ³n inmediata. Tretas como estas ya habĂ­an sido empleadas en otras oportunidades. AsĂ­, los ustachis croatas, aliados de los nazis y responsables de la matanza de centenas de miles de serbios, judĂ­os y gitanos durante la Segunda Guerra, obligaban a los habitantes de los pueblos a santiguarse y observaban si las personas cruzaban la mano de izquierda a derecha, a la manera catĂ³lica, o de derecha a izquierda, segĂºn el uso ortodoxo, diferencia que podĂ­a costarle la vida a un serbio. Unos años antes, las tropas del dictador Rafael Trujillo habĂ­an recurrido a una ardid muy parecido para identificar a los inmigrantes haitianos en RepĂºblica Dominicana: los militares obligaban a los campesinos afroamericanos a pronunciar la palabra “perejil”, fonĂ©ticamente indĂ³cil para un hablante del francĂ©s, y ejecutaban o expulsaban a las personas que reprobaban el examen. Todos estos episodios recuerdan el cĂ©lebre ejemplo del vocablo shibboleth que el galaadita JeftĂ© les exigĂ­a proferir, segĂºn el Libro de los Jueces, a quienes atravesaban el JordĂ¡n. Y lo hacĂ­a para identificar, por la manera de pronunciarlo, a sus enemigos efraimitas y degollarlos en el acto. Todas estas atrocidades funcionan como una especie de versiĂ³n amplificada de cualquier fenĂ³meno corriente de exclusiĂ³n social.




      Alguien posee una identidad cuando dispone de una contraseña, un cĂ³digo de acceso o password que le permite ingresar en algĂºn conjunto humano. No hace falta que esa contraseña sea una palabra, un discurso, una oraciĂ³n o un credo. Puede tratarse de un gesto, de un acento, de un estilo, de un alimento, de unos modales, de un peinado, de un diminuto rasgo vestimentario. Y muchas conversaciones se reducen a una verificaciĂ³n recĂ­proca de passwords entre los interlocutores: la evocaciĂ³n de ciertos sitios o actividades claves, el empleo del calificativo apropiado a propĂ³sito de un polĂ­tico, una novela o una pelĂ­cula. Como hubiera dicho Barthes, la sociabilidad es comunicaciĂ³n, y la comunicaciĂ³n, un proceso de emisiĂ³n y recepciĂ³n de signos. Ser un personaje social significa emitir y recibir signos. Y aunque ni los unos ni los otros sepan muy bien quĂ© significan, estos signos logran abrir o cerrar las puertas de ciertos cĂ­rculos sociales. Los docentes de algunas universidades, por muy desprejuiciados que sean, no van a aceptar a un estudiante si se presenta a rendir examen disfrazado de TarzĂ¡n, y algunas familias no van a invitar de nuevo al cumpleaños del nene al primo que combinĂ³ la Ăºltima vez los bigotes con la minifalda. Los ingleses, recordĂ©moslo, habĂ­an recurrido a la contraseña Hey Jimmy durante la Guerra de Malvinas para detectar a los argentinos que pronunciaban, inexorablemente, Shimmy. Pero muchos argentinos siguen recurriendo a una treta similar cuando discriminan a los compatriotas que aspiran algunas eses, y hasta llegan a privar de legitimidad polĂ­tica y social sus discursos como si un rasgo sociolingĂ¼Ă­stico invalidara todo un pensamiento. No puede compararse esta exclusiĂ³n, por supuesto, con la eliminaciĂ³n fĂ­sica lisa y llana: el grado de violencia no es un aspecto superfluo en estos casos. Pero el motivo que genera la exclusiĂ³n o la eliminaciĂ³n es, en Ăºltima instancia, el mismo. Quien quiera entrar en alguno de estos cĂ­rculos tiene que emitir los signos adecuados: el comportamiento social mĂ¡s anodino posee el estatuto de un ritual porque un ritual no es sino una emisiĂ³n ordenada de signos verbales y no verbales.


       Desde el momento en que aquellas claves de acceso se dirigen a los otros, e incluso al Otro, para que admitan a su emisor en algĂºn conjunto humano, son una demanda de amor para que lo reconozcan como “uno de los suyos”. A veces esas contraseñas se adquieren con relativa facilidad: un chiita iraquĂ­ puede aprender a rezar como su vecino sunita y un inmigrante haitiano a pronunciar como un dominicano la palabra “perejil”. Pero hay claves de acceso cuya adquisiciĂ³n resulta improbable o imposible, como las vestimentas de lujo, la fisonomĂ­a sexual o la coloraciĂ³n de la piel. Una persona forma parte de un grupo cuando es capaz de hablar su lenguaje, es decir, cuando logra reproducir espontĂ¡neamente cada una de esas claves, a veces sumamente elaboradas, que identifican a cualquier miembro de la cofradĂ­a. Y resulta difĂ­cil, por momentos, saber con antelaciĂ³n cuĂ¡les son. No hay dos individuos idĂ©nticos y el rasgo que nos distingue de una persona, nos asemeja a otra. DespuĂ©s de todo, la palabra “perejil”, pronunciada a la francesa, tambiĂ©n hubiese podido convertirse en la clave para ingresar en el cĂ­rculo de los haitianos. No son, como consecuencia, las diferencias entre individuos las que generan los fenĂ³menos de discriminaciĂ³n: es por un motivo ajeno a los propios signos distintivos que, de repente, un rasgo comienza a volverse relevante en detrimento de otros. Y este motivo suele ser de Ă­ndole polĂ­tica. El catĂ³lico croata que saludaba todos los dĂ­as a su vecino ortodoxo sin importarle cĂ³mo se santiguara, y que mantenĂ­a tal vez una relaciĂ³n estrecha con Ă©l porque ambos formaban parte del mismo sindicato o el mismo club, va a achacarles a los serbios todas las desdichas de su pueblo, y la diferencia entre los gestos va a permitirle identificar al enemigo. La distinciĂ³n entre sunitas y chiitas se habĂ­a vuelto secundaria durante los procesos de independencia de muchos paĂ­ses musulmanes, y hasta la propia organizaciĂ³n Al-Qaeda tratĂ³ de relegarla a segundo plano antes de que su filial iraquĂ­ volviera a ponerla de relieve tras la derrota de Sadam Hussein. Algunos rasgos vestimentarios de los musulmanes franceses, como el chador o el hiyab, resultaban irrelevantes o, a lo sumo, pintorescos, hasta los años noventa, pero cuando la coyuntura internacional cambiĂ³ y los atentados yihadistas se multiplicaron en Europa, esos rasgos se volvieron no solamente relevantes sino tambiĂ©n insufribles: en pocos años empezaron a percibirse como un signo de la oposiciĂ³n de los musulmanes a integrarse en una sociedad laica o como un sĂ­ntoma de la intolerable sumisiĂ³n de las mujeres de esa comunidad, a tal punto que, tras el atentado de Niza, el intendente de esta ciudad prohibiĂ³ el uso de trajes de baño musulmanes en sus playas, como si se tratara de distintivos polĂ­ticos o militares del ejĂ©rcito enemigo, sin que esta medida provocara en una opiniĂ³n pĂºblica generalmente celosa de las libertades individuales una indignaciĂ³n muy cuantiosa.


      Hay discriminaciĂ³n social porque hay sociabilidad: aquellas mismas claves que le permiten a un individuo ingresar en algĂºn conjunto, lo excluyen, a su vez, de otros, y el Ăºnico shibboleth que nos autoriza a ingresar a la humanidad en general, aunque no nos abra las puertas de ninguno de sus subconjuntos particulares, es, segĂºn parece, nuestra propia capacidad para generar contraseñas, como si shibboleth fuera una palabra y todas las palabras fueran, en algĂºn momento, shibboleth.





Dardo Scavino


Bordeaux, EdM, octubre de 2018

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